Tuve
el placer de pasar dos veranos en las Hurdes. Compartir la vida juntamente con
mis compañeros en medio de la apacible, acogedora, generosa e inteligente
población de la alquería de El Castillo nos sirvió para abrir en nuestra vida
un precioso horizonte de grandeza.
Al
final de la mañana íbamos a una de las pequeñas presas del río Esperabán para
refrescar nuestra fatiga. Aquel rato en el agua era ideal. Menos los
“tabarros”. Bueno, “tabarro” llaman allí a los tábanos. Se lanzan a 30
kilómetros por hora contra las espaldas húmedas de los bañistas en busca de
sangre que necesitan, - ¡pobrecitas las tabarras! - (los machos se alimentan de
néctar y polen al anochecer) para formar sus huevos.
¿Se
han dado ustedes cuenta de que vivimos un momento excepcional de nuestra noble
historia en la que proliferan los “tabarros”? El 90 por ciento o el 95 o más (o
un poquito menos) de las noticias, de las conversaciones, de las tertulias, de
los panfletos de los “medios”, de los
comentarios, de las llamadas a abrir los ojos, a conocer “toda la verdad”, a
hurgar en la vida de los otros… es un ejercicio incansable de remover basuras,
reabrir heridas, infectar llagas, perniquebrar a cojos. Parece como si los
responsables de los ventiladores de la sordidez humana hubiesen seleccionado a
expertos tábanos de la noticia con la intención de poder vender más y al mismo
tiempo envenenar más y más profundamente la vida y la convivencia. Y peor es
que existan bebedores de ese jugo, comedores de esa deyección que estimulan la
propagación del producto.
Nos hartamos de
proclamar la democracia, de presumir de demócratas, de insultar a los herederos
de sistemas totalitarios y no nos damos cuenta de que con ello estamos
ejerciendo la más ridícula forma de dictadura. ¿Será posible que los que vienen
detrás de nosotros aprendan a vivir en plenitud y a dejar vivir a los demás del
mismo modo?