Se
recuerda en las biografía de Don Bosco que los años 1816 y siguientes fueron de
una pobreza extrema en las cosechas. A aquel año se le llamó “el año sin
verano”.
En Europa, sumida en el frío, no hubo vino, ni trigo, ni fruta; y la nieve
caída era amarilla. Hasta 1819 el tifus hizo estragos. Y el hambre fue tal que
en Suiza se recurrió a comer musgo.
El
10 de abril de 1815 el volcán Tambora de la isla Sumbawa, en el Cinturón de
Fuego de las ilsas de la Sonda, empezó a lanzar al espacio, calculan los
expertos, 160 kilómetros cúbicos de cenizas. En
Indonesia, siguen calculando, murieron 12.000 personas víctimas directas de la
explosión y cerca de 50.000 por las consecuencias de la misma a lo largo de
1816: enfermedades, epidemias, intoxicación hambre...
Kart Drais, un
alemán, inventó ese año la draisina,
para ahorrar el forraje de los caballos. Mary Shelley, esposa del poeta Percy
Bysshe, recluidos en casa por el frío, inventó a Frankestein. Y John Polidori escribió El Vampiro. Hasta hay quien afirma que los cielos rojos de William
Turner nacieron entonces.
La coincidencia de
estos hechos con el nacimiento de San Juan Bosco hace pensar en algo tan lógico
como la expansión de los efectos de un fenómeno que debería quedar restringido
en su lugar de origen. Y sin embargo, sabemos que no: un simple gesto
inadecuado en el trato de un padre con su hijo puede provocar en este un efecto
devastador. Y el rasgo de un hombre de corazón grande que acoge a un muchacho
que no tiene casa ni familia, provoca para el futuro la explosión del amor
hacia los abatidos en forma de bondad y educación.