… o
Irapuru, Guirapuru, Tangará, Rendeira, Pássero-de-fandango, Realejo… lo llaman.
Porque vive y embellece la selva en las Guayanas, Venezuela, Colombia, Ecuador,
Perú, Bolivia… Y, sobre todo, la selva amazónica de Brasil. Y es natural que en
cada sitio le quieran dar su nombre.
Su
apariencia no es muy brillante, ya lo ves en su retrato. Ni es grande, ni
presume. Es más, se oculta. Y sólo en la etapa de la búsqueda de compañera y
mientras hace el nido, por la mañana, durante unos minutos, y a lo largo del
tiempo que emplea en rematar su casa, quince días, se hace oír.
Pero su
canto es único. No se parece a nada de lo que solemos escuchar de ruiseñores y
canarios. Tan único, que dicen sus vecinos que la selva toda calla cuando él
canta. Parece el preludio de flauta de una orquesta que también calla porque no
se atreve a responder tan bellamente.
Y
añaden que su historia es triste y grandiosa. Un joven (dice una de las
leyendas que afirma saber su pasado), enamorado de la esposa del cacique y sin
poder hacerla suya, pidió al dios Tupá que lo convirtiese en pájaro para poder
cantar para siempre su amor y su añoranza.
Alguna
lección podemos aprender de este pájaro que se llama Uirapurú, es decir, el pájaro que no es pájaro. Se me
ocurren éstas. Nuestra voz, ese don maravilloso del hombre, ¿llena la selva de
la vida con belleza? Observad a los que hablan a vuestro alrededor.
Observémonos a nosotros mismos. Además de que la modulación de las palabras no
es fruto del esfuerzo por regalar a los demás algo agradable (hay madres que
viven gritando, padres que ponen orden en su casa con palabras-látigo), todo el
valor de la persona se nos escapa en críticas, dicterios, venganzas, desquites,
amenazas, lecciones dictatoriales, excrementos verbales, ataques a lo más alto…
Parece
como si, viendo que alrededor de nuestras vidas todo fuese caos,
pretendiésemos, como señores de la verdad y la justicia, poner orden con el
desorden ensordecedor de nuestros improperios: en el hogar (¡dulce hogar!), en la tertulia, en la
asociación, en la calle…
Seguir
adelante a trompazos (hablamos así cuando no tenemos más recursos que la trompa)
nos hace acreedores a recibir el nombre de el
hombre que no es hombre.