Francesco Guicciardini
Hemos paseado por
estas líneas, hace ya casi diez meses, a Francesco Guicciardini, el joven
“embajador” de Florencia que llegó a España en 1512 (¡quinientos años!) para
sondear la inclinación del Reino de España (Fernando el Católico) en aquellos
años de guerras y alianzas. Leamos algo de lo que consignó en su Redazione di Spagna sobre los españoles:
No se dedican al comercio considerándolo vergonzoso,
porque todos tienen en la cabeza ciertos humos de hidalgos, y se dedican con
preferencia a las armas con escasos recursos o a servir a algún grande con mil
trabajos y miserias…
La pobreza es grande y en mi juicio no tanto proviene de
la calidad del país cuanto de la índole natural de sus habitantes, opuesta al
trabajo. Prefieren enviar a otras naciones las primeras materias que su reino
produce para comprarlas después bajo otras formas, como se observa en la lana y
la seda, que venden a los extraños para comprarles después sus paños y sus
telas.
No son aficionados a las letras, y no se encuentra ni entre
los nobles ni en las demás clases conocimiento alguno, o muy escasos y son
pocas las personas que saben la lengua latina. En la apariencia y en las
demostraciones exteriores, muy religiosos, pero no en realidad…
No nos tiene que dar
vergüenza lo que Guicciardini vio en nosotros. O pensaba de nosotros. No
debemos negarlo sin más. Y menos revolvernos contra uno que dice lo que ve o
cree ver. En esa posible actitud se manifestaría ya la tendencia que tenemos a
creernos perfectos y a no dejarnos señalar los defectos que hay en nuestro modo
colectivo de ser y comportarnos. Lo único inteligente es preguntarse: ¿No hay
en el español, es decir, no hay en mí lo que don Francesco comentaba del
español tomado en conjunto?
En tiempos de crisis
(¿cuándo hay tiempos sin crisis?) el único camino posible es mirar hacia atrás
y comprobar que los lodos de hoy son los polvos de ayer aceptados y asentados
en nuestra historia. Y tomar la decisión de que de mí no dependa que el egoísmo
y la vagancia produzcan fisuras en mi debida vivencia ¡Y en la
convivencia!