martes, 6 de diciembre de 2011

Felipe Rinaldi, 3er Sucesor de D. Bosco.


Ayer celebrábamos la fiesta de D. Rinaldi. Fue el tercer sucesor de Don Bosco como Rector Mayor (1922-1931) de la Congregación salesiana y Padre de la familia de Don Bosco. Es beato desde 1990.
España salesiana le debe mucho ya que desde 1889 hasta 1901 volcó su pasión por el Reino de Dios, primero como director de Barcelona-Sarriá y desde 1892 como inspector durante nueve fecundos años con 19 nuevas obras.
Alentó la vida espiritual de las Hijas de María Auxiliadora y fundó la institución que ahora son las Voluntarias de Don Bosco, Instituto secular.  
En cuanto a los Antiguos Alumnos, estructuró nuestras organizaciones a partir de 1906, lanzó la idea en 1909 de una Confederación internacional; presidió el Primer Congreso Internacional en 1911; alentó en ese Congreso la propuesta de que los antiguos alumnos erigiesen un monumento de agradecimiento a Don Bosco delante de la Basílica de María Auxiliadora; y asistió con gozo, como Prefecto General del entonces Rector Mayor don Pablo Albera, a su inauguración el 23 de mayo de 1920.
Tuvo siempre sobre los Antiguos Alumnos palabras de bondad, estima y atención, como las que dirigió a una asamblea de salesianos en 1926, siendo Rector Mayor: “Algunos creen que la organización de AA.AA. es algo inútil y la descuidan. Les recordaría  que los AAAA son el fruto de nuestras fatigas… trabajamos para hacerlos buenos cristianos. Por este motivo la Organización es obra de perseverancia… nos hemos sacrificado por ellos; no podemos perder nuestro sacrificio”.
Palabras que son eco de las preciosas para nosotros que le escribía años antes a un salesiano enviado en 1907 a España: “Cuida mucho a los antiguos alumnos: son nuestra corona; o, si prefieres, nuestra misma razón de existir, porque, al ser una Congregación educativa, es evidente que no formamos para el colegio, sino para la vida. Ahora bien, la verdadera vida, la vida real, para ellos comienza cuando salen de nuestras casas”.
Podemos terminar este recuerdo con una oración:
Señor: danos el impulso de tu Espíritu para que seamos fieles al proyecto que tienes sobre nosotros cuando nos acogiste en la escuela de Don Bosco.  

domingo, 4 de diciembre de 2011

Navigare necesse est.

Restos de una coca de la Liga
Escribió el griego Mestrio Plutarco en la biografía de Cneo Pompeyo el Grande (que tanto tuvo con César y tanto contra el mismo) que en uno de sus viajes a Roma, para animar a los marineros que se negaban a navegar por el aterrador estado del mar, les gritó que navigare necesse est, vivere non necesse est. Avivó en ellos con esas palabras tan fáciles de traducir, que el duro oficio del deber está por encima de cualquier miedo, de cualquier amenaza, de cualquier suerte.
A partir del siglo XII se fue consolidando (hasta el XVI en que se acabó de disolver) una federación o Hansa de ciudades del norte de Alemania, Países Bajos, Escandinavia, Inglaterra, Polonia, Finlandia, Dinamarca… que comerciaban entre sus puertos con madera, ámbar, cera, tejidos, ropa, resinas, centeno y trigo, pieles y lino y se defendían de la piratería que siempre ha existido. Llegaron a tener una red intensa de oficinas y puertos, de astilleros y  mercados, de almacenes y de apoyo de reyes y grandes.
Como el comercio era su vida y no podían quedarse a resguardo en el puerto cuando la mar rugía, les pareció bien adoptar también el viejo lema de Pompeyo, de modo que la llamada Liga Hanseática llegó a ser una grandiosa “empresa” marinera, atrevida y valiente, ejemplo de personas, sociedades mote  y naciones. 
No puede sernos ajeno ese mote. Porque nuestro deber de vivir con dignidad está por encima de todo lo que envilece nuestra condición: el egoísmo, el miedo, la reserva, la cobardía, la comodidad, la vagancia, el individualismo, el abandono.
Plutarco cuenta también el comienzo de la extraordinaria capacidad oratoria de Demóstenes, proverbial entre nosotros. Vivió en Grecia en el siglo IV. Era hijo de un acaudalado fabricante de armas. Quedó huérfano de padre a los 7 años y esto motivó, tal vez, que fuese mimado y "maleducado" por su madre. A los 16 años oyó hablar a Calístrato y se decidió a ser orador (una vocación un poco rara para nosotros, a quienes no preocupa demasiado hablar bien o entrar en política). Tenía poca voz, tartamudeaba, le horrorizaba hablar en público. Entonces, aconsejado por el actor Sátiros, se hizo construir un escondite subterráneo, se afeitó media cabeza para obligarse a no presentarse en público (hoy habría salido igual) y se encerró hasta lograr lanzar un discurso con el que logró meter en la cárcel a sus tutores, que le habían expoliado. Se dedicó a la política, habló y hablo y habló contra Esparta, escribió discursos contra unos y otros y se convirtió en el que dicen el mejor de los oradores.
No puede haber nada que nos detenga en la búsqueda de nuestra excelencia. Pero menos que nada nuestro propio adocenado yo.

viernes, 2 de diciembre de 2011

La Vuelta.


Es seguro que todos hemos juzgado, comentado, lamentado y, hasta puede ser que condenado, la desagradable desaventura, hace unas semanas, de seiscientos pasajeros de una compañía aérea. Es de las que llaman low-cost, pero se nos ocurre que le va mejor el adjetivo de baratitas, es decir que cuestan menos. Iban desde la India hasta Inglaterra y en Viena tuvieron que pasar la gorra (es un modo de traducir del Alemán o del Inglés) hasta que cada uno de ellos apoquinó 130 esterlinas para pagar el combustible que necesitaban los cuatro aviones en que se trasladaban para llegar a casa, es decir, a Birmingham.
Al cabo de seis horas despegaron. Es decir, tuvieron tiempo de extrañarse por el hecho, más todavía por la exigencia de un suplemento. Tiempo para protestar,  negarse, tomar un café, ir al banco, seguir protestando, preguntar, beberse una tila y averiguar que el equivalente en euros de las 130 libras eran unos 150. Si se daban prisa en reunirlos. Porque el euro bajaba como un plomo y corrían el riesgo de que con tanto plomo por tanta bajada del euro, hubiese que añadir a las 130 libras unos centimitos, so pena de que los reactores no pudiesen elevarse.       
También a nosotros puede sugerirnos este percance alguna reflexión útil, por muy depreciada que sea. Si se nos ha dicho, con la transparencia de la Verdad, que no debemos emprender una guerra si sabemos que nuestros efectivos son inferiores a los del enemigo, o no tenemos pertrechos suficientes o la intendencia es lenta, si es que llega… Cuando sabemos, de la misma fuente de la Verdad, que no es sensato el que comienza a construir una casa sin saber si el dinero que tiene le llega para terminarla, ¿por qué emprender un viaje, desde la India a Inglaterra, o desde que nacemos hasta que morimos, sin la garantía de que podremos acabarlo bien, sin tropiezos “existenciales”, sin vacíos irrecuperables, sin desazones y lágrimas infecundas? ¿Por qué no programamos inteligente y amorosamente el camino que van a  hacer nuestros hijos, no para limpiarlo de dificultades, obstáculos y esfuerzos, sino para ayudarles en que se doten de acierto para diagnosticarlos, de sabiduría para enfocarlos, de  fortaleza y tesón para afrontarlos y convertirlos en resortes de maduración y mejora de la propia condición, de fortalecimiento y decisión?
Podemos, además, pensar (mientras recordamos a los viajeros que dejamos volando de Viena a Birmingham) que nos dieron un claro ejemplo de solidaridad y de sentido de una auténtica democracia. Qué difícil es que se pongan de acuerdo seiscientas personas en algo tan desagradable como recomponer un episodio de desaguisado empresarial. Pues lo hicieron. Qué admirable que seiscientas personas aceptasen la propuesta de un líder cuando lo que se les proponía era tan sinrazón como aquel planteamiento. Qué ejemplar que un grupo, una comunidad, un colectivo, una familia anteponga la consecución de un objetivo bueno, aunque difícil de aceptar, con tal de seguir el rumbo que  se habían prefijado: ¡Volver a casa!

martes, 29 de noviembre de 2011

Agmon Hula.


¿Qué pasó el invierno pasado (2010-2011) para que 30.000 grullas se quedasen en Agamón Hula en vez de irse, como todos los inviernos, a África? El Agamón Hula o Lago Hula (que los árabes llaman Buheirat El Jula y los hebreos Agam ha-Hula) está situado en una región del Norte de Israel, entre los Altos del Golam al Este y las Montañas de Neftalí al Oeste. En realidad está hundido en la parte más norteña del llamado Gran Valle del Rift de 5.000 kilómetros, que llega hasta Mozambique. En ese “rift” o depresión geológica, como un tajo entre dos continentes que siguen separándose, está también el lago de Genesaret, el río Jordán, el mar Muerto, el mar Rojo, Kenia, Yibuti, Ruanda, Burundi, Malawi… hasta Mozambique. Es interesante observar esa larga quiebra en la superficie de la tierra en alguna de las fotos desde satélites que circulan por la red. 
Fue una zona invadida por el paludismo, hasta que, a partir de 1950 y hasta 1958, se hizo un profundo trabajo de  saneamiento, desecación y en una pequeña parte de la depresión, de reinundación. Es, con sus alrededores, una formidable escala de paso para las aves migratorias que van y vienen desde Europa Este a África hasta un total – dicen - de 500 millones al año. ¿Quién las puede contar? 
¿Y por qué se quedaron? Las grullas no lo dijeron. Pero los expertos atribuyen a la creciente sequía de las grandes zonas en las que esas aves migratorias hibernan, el rechazo a ir a parar a un lugar donde el agua y la alimentación iban a ser insuficientes. Es admirable la sabiduría animal en detectar, decidir y organizar una escala “permanente” de invierno en un lugar donde habitualmente sólo encontraban descanso  y comida para unas horas.
Conocemos la avalancha de la emigración en nuestras tierras. Que nos plantea preguntas, algunas inquietantes, sobre ese fenómeno y sobre nuestra propia vida en un futuro cercano: “¿Qué va a ser de nosotros? ¿Qué les tocará ver a nuestros nietos?”. Seguramente no nos hemos dado cuenta de que gran parte de la causa de ese flujo lo hemos provocado nosotros. Hay una palabra, globalización, defendida o denostada, que llena los argumentos de muchos para defender sus propias posturas económicas, sociales y morales. Pero no movemos un dedo para implicarnos en el encauzamiento de esa realidad.
Tenemos delante de nuestros ojos algo más acuciante, más comprometedor, más cercano, más nuestro: Acompañar y educar a nuestros hijos para que no crezcan buscando el paraíso donde sestear, la meta a dos pasos para ahorrarse el esfuerzo de ir adonde deben, tratando de evitarse la fatiga de llegar a su meta, a alcanzar el tope de su posibilidad en la preparación, en el arrojo, en la independencia, en la  creatividad, en el ardor. Que no queden en borregos amansados por el propio rebaño ni hagan de grullas que se quedan a medio camino ni se conviertan en babuinos que remedan pero no crean. Podremos así apoyar nuestra cabeza con dignidad cuando, en nuestro final, nos toque dejar libre el camino.

sábado, 26 de noviembre de 2011

Quiero un mirlo blanco.

Cuentan que la pareja de mirlos de la que, desde el comienzo de los mirlos, vinieron todos los que hoy existen, eran blancos. Y que un día de álgido invierno el mirlo blanco le dijo a su amada mirla blanca: “Refúgiate dentro de esa chimenea. Yo te traeré comida”. Y se fue volando sobre las blancas nieves esperando encontrar algunos granos con que alimentar a su compañera. Triste por no haberlo logrado, después de una larga mañana de vuelos y decepciones, volvió a la chimenea. Y allí encontró, en vez de a su amada mirla blanca, un pájaro parecido, pero enteramente negro. Y se quedó aterido sin poder hacer nada, pero lleno de cuita por saberse solo en el mundo. Hasta que al cabo de unas horas de llanto y calorcito, descubrió que él también era negro. Y descubrió, además, que aquel pájaro parecido, pero negro que había visto al llegar, era su amada mirla. Pero ahora, como él, negra. Y desde entonces todos los mirlos son negros.      
¿Todos? ¿No se dice “Ese es un mirlo blanco”? Se quiere decir, al hablar así, que se está hablando de una persona fuera de lo normal, extraordinaria, excelente. Bueno, pero dejadme decir, antes de hacer la consabida reflexión, que de  verdad existen los mirlos blancos, poquitos y albinos, pero mirlos. Yo vi uno así hace unas semanas. Cortejaba a una mirla negra. ¡Cuánto le costó al mirlo blanco hacerle comprender a la mirla negra que él era mirlo, que le valía la pena hacerle caso, que podrían formar una preciosa y variopinta pareja, que…! Pero no pude quedarme más tiempo contemplando aquel cuadro idílico de atracción  y rechazo y no sé cómo acabó.
Ser mirlo blanco no es ningún privilegio, aunque sea una rareza. Es el fruto de un empeño. Es el resultado del que, sin tener conciencia de ser blanco, ha recibido un talento, o diez, y no ha querido quedarse en mediocre. Que no ha buscado tierra para esconderlo, que no se ha acurrucado en la caricia de una humeante chimenea, que no ha querido ahorrarse los vuelos del esfuerzo, los fríos de la incomprensión, el vacío de los que no comprendían (¡y le reprochaban por ello!) que él necesitaba ayudar a los demás, servir, darse.
Cada uno de nosotros está diseñado para dar el cien por cien de su capacidad. No hay tope igual para todos. ¡Ni falta que hace! Pero cada uno tiene un tope al que debe tender y llegar. Sin preocuparse de que duela subir, ni de que le digan que está haciendo el primo, sin darse cuenta de que es diferente, pero con la conciencia clara y decidida de hacer lo que hace porque debe hacerlo, de darse a los demás porque eso y sólo eso le hace persona. 

miércoles, 23 de noviembre de 2011

España vieja...

Llamar vieja a algunas personas es usar un apelativo de cariño: “¡Mi vieja!”. Porque esa voz es el resultado de muchos siglos de castellanizar un diminutivo latino lleno de ternura: ¡Vetula!, “viejecita”. Pero a otras les sienta tan mal, que hay que recurrir a circunlocuciones o a términos que no se sabe por qué parecen más respetuosos como “anciana”,  “longeva”, “abuela”, “decana”, “rica o entrada en años”,  “veterana”, “madura”, “mayor”… España va poblándose de viejos. Dentro de poco su bosque estará dominado por los que desde hace algunas décadas se llaman tercera, cuarta, quinta… edad.   
La Iglesia en España es joven. Sólo tiene dos mil años. Pero sus servidores, los administradores más íntimos de sus bienes, los sacerdotes, están siendo cada día menos y cada día más ancianos.  
L’Osservatore Romano, que es el diario vaticano, daba hace pocos meses un informe tomado de su Anuario. Los sacerdotes diocesanos en el mundo católico son 275.542 y los sacerdotes, miembros de institutos religiosos, 135.051. Hace doce años los números respectivos eran 265.012 y 130.997. Se ha dado un promedio de 3,7 por ciento de aumento. Pero…
Pero el crecimiento no se ha dado por igual. En Europa ha habido una disminución desde un 52 por ciento a 46 por ciento del número total de sacerdotes. En América hubo un leve crecimiento: de 29,7 se pasó a 29,9 por ciento. En África la variación ha sido también de crecimiento desde 6,6 al 8,9 por ciento. Y en Asia del 10,6 al 13,5 por ciento. Los fieles han aumentado en África, Asia y América Meridional, mientras que disminuyen en América del Norte y en Europa.
¡La vieja Europa y la vieja América del Norte! “Si América del Norte es joven”, dirá alguno. Sí, cuando la vejez se mide en años. Pero igual que hay jóvenes viejos con un DNI casi reciente, pero cargados de “bienestar”, ahítos de “libertad”, empapados en “consumo”, enhiestos en su egoísmo, hay naciones que producen a esos jóvenes y que, a su vez, son producidas por ellos. 
¿En qué familia se alimenta el altruismo, se fomenta la solidaridad, se alienta la entrega, se hace crecer el amor capaz de servir? En tan pocas que los frutos en esta cosecha sobre la que estamos reflexionando, aun siendo frutos sazonados, son tan escasos que hacen pensar. Tal vez la crisis que padecemos en los bienes económicos que nos hace padecer los ha engendrado precisamente la crisis de semilla selecta, de abono adecuado y oportuno, de criterios exactos, de baremos exigentes y de valores macizos en las familias.

domingo, 20 de noviembre de 2011

El Otro.

Si quisiésemos dar con el núcleo del mensaje de Jesús, llegaríamos a él recordando (¡y ojalá que viviendo!) su afirmación: No hay mayor amor que el del que da la vida por el amigo. Nos interesa “el otro” para poder ser nosotros mismos. Sin “otro” no soy nadie, más aún, no soy nada. Y no “el otro” para apoyarme en él, para sacarle lo más que me deje sacarle, para meterme con él, para pincharle, para despellejarle… Me interesa, necesito al “otro” para quererle. Si “el otro” fuesen “los otros”, “todos los otros”, ¡miel sobre hojuelas! Nos encandilan personas de las que decimos “¡Ese, esa, sí!”. No hace falta nombrar a nadie porque todos nosotros llevamos en algún pliegue del corazón (si no lo tenemos podrido) el nombre de alguna de esas personas que vivieron dándose desde que “el samaritano” nos enseñó a descubrir en “el otro” y en la necesidad de servirle la fuente de nuestra dignidad.
Llama la atención el clamor de personas como Emmanuel Lévinas (1906-1994), lituano francés, judío, que vivió y enseñó que la relación con el “otro” no es un simple “contrato” humano entre dos hombres, un hecho aislado en la historia, sino ir más allá de lo presente, de lo finito, de lo temporal. El ser humano no es nunca un ser para la muerte sino un ser para el “Otro”. En el “otro” está siempre la presencia ausente de la idea de infinito que preside mi vida y hace al “otro”, al “rostro del otro”, incapaz de ser dominado.
La voz más profunda, más auténtica, más humana de cualquiera de nosotros nos invita, más aún, nos obliga a rechazar toda violencia contra la vida. El deber del hombre hacia el “otro” es incondicional. Y eso es lo que constituye el fundamento de la humanidad del hombre. El hombre es “más que ser”. La relación moral que impone el rostro del “Otro” nos conduce, dice Lévinas, a Dios, porque su huella se puede leer en el rostro del “otro”. Lévinas (buen judío él y profundo creyente en las fronteras de la propuesta cristiana) condenaba el “consuelo de las religiones”, cuando son las prácticas rituales, las normas llamadas “religiosas” las que vertebran la vida de un creyente, porque quedan más acá de la muerte. En cambio, el servicio a los demás, la entrega de la vida para amarlos hasta el fin son nuestra escala para superar a la muerte.
¡Cuántas veces lo hemos oído de labios de la Verdad: “Venid, benditos de mi Padre… porque me disteis de comer”!

jueves, 17 de noviembre de 2011

Ser el primero.


He aquí algo raro, algo impensado e impensable, pero que parece real si creemos en las conclusiones del estudio de una universidad tan clara como la de Belmont, en los Estados  Unidos.
Esas conclusiones dicen algo como esto: las personas con apellidos que empiezan por una de las últimas letras del alfabeto reaccionan más vivamente que las que tienen apellido que comienza por las primeras letras ante una oferta de, por ejemplo, la liquidación anunciada por un almacén.
Kurt Carlson, profesor asistente en Georgetown McDonough School of Business y  Jacqueline Conard, profesora asistente en la Escuela de Graduados de Negocios de Massey en la Belmont University lo comprobaron por medio de cuatro experimentos. La conclusión es que se trata de una “estrategia de supervivencia desde las primeras experiencias de la escuela que con el tiempo se convierte en una forma natural de responder". Lo llaman "efecto últimos apellidos".
Es, dicen, “una reacción a la forma en que se ordena el mundo durante la infancia, donde por norma general los niños cuyos apellidos empiezan por Z están siempre al final de la fila, mientras los A siempre son los primeros”.
Lo mismo pasa en grupos reducidos como el de los hermanos de una familia entre los que el primero en llegar a todo es el más pequeño. Es verdad que cuenta para ello también el mimo y consentimiento que recibe de los demás, pero esta necesidad de actuar enseguida para no ser el último cuenta igualmente.
Jesús se refería a los que despreciados y servidores de los demás como los últimos de la sociedad de los que aseguraba que serían en su “reglamento de amor” particular los primeros. Pero, aunque parezca que coincidía con la aseveración de Belmont, esta es otra y preciosa dimensión.
Saber todo lo anterior puede ayudar a comprender mejor el comportamiento de algunas personas y a acompañar en su maduración a los que dependen de nosotros para su crecimiento como miembros de una comunidad familiar y social.