Hesíodo nos regala, desde hace más de dos mil setecientos años, las aguas corrientes de los mitos que él bebía en el pasado. Entre ellos narra la extraña historia de Pandora, la primera mujer. Prometeo (cuyo nombre significa “previsión”) había robado el fuego de los dioses sin prever lo que le pasaría después. Zeus, airado, encargó a Hefesto, maestro de la forja, que hiciese una mujer encantadora, ¡Pandora ("¿regalo de todos?”, “¿regalo para todos?”), de tierra, blanda, atractiva, fecunda!, y se la entregase a Epimeteo, hermano de Prometeo, el ladrón del fuego. A Epimeteo (nombre que significa “que se da cuenta después”) le había advertido su hermano que no aceptase regalos de los dioses. Pero quedó tan prendado de un regalo como aquel (Afrodita la había hecho luminosa, Atenas le había enseñado a tejer, Hermes la había dotado de astucia y falsedad, que no se notaban, y el mismo Hefesto la había adornado con una diadema cuajada de pequeñas y delicadas figuritas de animales) que no pudo resistirse. Pero es que, además, venía con una graciosa caja que, procediendo de los dioses, no podía ser sino una prueba más de su amistad. ¡Ya, ya!
No andaban los cantores de acuerdo en decir si la caja guardaba todas las malandanzas, que se escaparon por toda la tierra cuando Pandora abrió la caja (¡menos la Esperanza que, por esperar, quedó dentro!) o si lo que traía la caja eran todas las bienandanzas que se disiparon en la nada dejando la caja vacía.
Nos vale como imagen (realmente los mitos son la reconstrucción de la realidad humana aupada al escenario de nuestras expectativas) si aceptamos que el mundo está lleno de egoísmo, del Egoísmo, el único mal y el conjunto de todos los males.
No hace falta ser un experto y honrado analista para comprobar que, en efecto, no hay mal que no sea padre, abuelo, sobrino o hijo del egoísmo. Decimos “honrado” porque vivimos gritando (creyendo que por decirlo más fuerte lo hacemos más verdadero), que tal cosa no es egoísmo (es decir, que es amor) cuando sabemos de sobra en cada caso que eso que llamamos, gritando, amor no es sino autoerotismo, es decir, autocomplacencia o complacencia que nos seduce a nosotros cuando se la ofrecemos al vecino.
Sólo el Amor sacia el hambre y la sed de felicidad del ser humano. Sólo el Amor hace desaparecer la peste del egocentrismo que nos encanija y nos autodestruye. Sólo el Amor se convierte en el dique que contiene el mar de las desgracias. ¡Ay si sólo hubiese Amor: no habría desgracias que contener!.