Calígulas somos todos, al menos un poco. Como él pretendemos tener un asiento más ancho, aunque sea a costa de cargarnos a nuestro asociado en la vida, como hizo él con Tiberio Gemelo. Como él caemos de vez en cuando en crisis y, como él, salimos de ellas a veces un poco nublados. A los 25, y después de una grave enfermedad, ya sabía que era dios. Y nosotros estamos convencidos de que somos los reyes de nuestro hogar (mientras esperamos que llegue “lo otro”) desde que entendemos que ser rey significa poder hacer lo que nos da la real gana. Y nos ponemos hechos unos diablos, como Calígula (¡Cayo Julio César Augusto Germánico nada menos!) cuando alguien, como J. de Alejandría, se opuso a aceptar su divinidad. O intentamos erigir la estatua de nuestra indiscutible personalidad en lo más sagrado de las personas como intentó Calígula, por medio del procurador Herennio Capitón en el Templo de Jerusalén.
En enero del año 41 (tenía 29 años) un navajazo de los conspiradores dirigidos por Casio Querea acabó con su divinidad.
Y Nerones.
Suetonio, halagador, escribió unos veinte años más tarde que "Nerón nació exactamente cuando el sol salía, de modo que le tocaron sus rayos antes que la tierra". Y tal vez eso, o su infancia en casa de su tía Domicia Lépida, carente de afecto, torcida por sus “educadores”, un danzante y un barbero, sus ayas Eglogue y Alexandra, los mangoneadores griegos Aniceto y Berillo y el sacerdote egipcio Kerémone; llena de mentiras por miedo a su madre Agripina Julia Menor, le hacen modelarse como un adolescente adulado, violento, vicioso, dado a placeres, artista caprichoso, experto en música que tocaba la flauta, la gaita y otros instrumentos, al que le gustaba pintar, esculpir, cabalgar y, sobre todo, el circo, en el que era fan de los Verdes contra los Azules, Rojos y Blancos; que impone el culto al lujo y a los juegos como el sumo estilo de “su” Roma y que elimina a todos los que veía como opositores o embrollones contra su gusto o su poder, hasta a su propia madre.
Parece demasiado para los 31 años que vivió hasta su suicidio en el año 68. Mientras preparaban su incineración pudo exclamar: “Muero como un artista”. Pero es el retrato, en el desmán, de los muchos niños y adolescentes que crecen inexplicablemente en un engreimiento sin más razón que la de creerse dioses. Y que lo deben, nada menos, que a la “educación” que han recibido de sus padres.
Esta desviación de la conducta se da en las personas y en las instituciones y en las ideologías. Todos los que tratan de imponerse o eliminan al otro en nombre de la democracia que dicen encarnar, son personas con una mente escasa de luces, con un corazón sobrado de inquinas, dictadores que hacen de su propio juicio la regla a la que deben someterse todos y que, si no la aceptan, caen bajo la zarpa del “demócrata” dictador que los ha condenado a la exclusión o al exterminio.