Cuántas veces en visitas, reuniones y asambleas habrás oído esta palabra, dicha acaso por persona sesuda, como único remedio para resolver una cuestión o solucionar algún conflicto: - “¡Contempo-ricemos!”.
Y habrás visto también que, contemporizando, se cortan luchas, enemistades, trabajos y sacrificios. Seguramente, cuando otra vez oigas esta fatídica palabra, asentirás también exclamando: - “Eso es. ¡Contemporicemos!”.
Pero también sabes que las más de la veces contemporizar es la actitud del cobarde o del egoísta. Sólo cuando al no hacerlo pudieran nacer mayores males que los que se procura evitar, se debe transigir, contemporizar o, dicho más propiamente, aunque con un vocablo bastante “borde”, aguantarse.
Porque contemporizar en ese caso es conceder, es dar la razón al contrario cuando sobradamente sabemos que la razón y la verdad están de nuestra parte. Y es someterse a la sinrazón voluntariamente. Por lo que ese otro verbo aguantarse da idea de la indignidad, de la pateada rebeldía justificada ante una notoria injusticia. ¡Contemporizar...! Por hacerlo, los problemas recién nacidos toman proporciones aterradoras y lo que al principio pudo resolverse y reorientarse con un mínimo esfuerzo, necesita después un largo estudio y una energía extrema, si es que cabe el remedio.
En la vida de las personas, de las familias, de las instituciones, de la sociedad se da frecuentemente la violencia como instrumento para imponer lo que quiere el dictador de boca más grande, de voz más alta, de golpe más rabioso, de bolsa más llena. Y, por otra parte, en las personas, en las familias, en las instituciones y en la sociedad (¡miremos en nuestro interior y a nuestro alrededor!) se vive muchas veces en actitud de cobardía que hace callar primero y sucumbir después bajo la sinrazón de la fuerza bruta, del capricho, de la ideología.
Don Bosco repetía una frase tomada de alguien, pero que no sufría desdoro en sus labios: “El triunfo de los malos se debe a la cobardía de los buenos”. ¿Cómo va a hacernos posible nuestra cobardía que oigamos la voz que nos habla de deber, de sacrificio, de justicia, de sociabilidad, de caridad y amor cuando con sólo contemporizar con la corriente (“¡Si lo hacen todos!”), con la comodidad (“¡A mí que me dejen en paz!”), con la tranquilidad a todo trance (“¡Eso no va conmigo!”), con la vulgaridad (“¡Pues no veo que esté tan mal!”) si nos ahorramos disgustos y dinero? ¿Cómo vamos a elevar nuestra voz para señalar, condenar, exigir reparación si se dan errores, imposiciones, antojos y desafueros?
¿Merecemos ser parte de una sociedad a la que no aportamos dignidad?