Teófanes el Recluso (1815-1894), también conocido como Teófanes el Eremita, es un santo de la
Iglesia Ortodoxa Rusa. Su nombre era Gueórgui
Vasílievich Góvorov. Y, como su
padre, fue también sacerdote. Había sido antes hieromonje en el monasterio de Petcherky con el nombre de Teófanes.
Fue obispo durante doce años, pero sintió nostalgia de su tiempo de monje y se
retiró hasta su muerte al eremitorio de Vysha. Nos puede hacer bien meditar
esta dura afirmación que hizo sobre el hombre: La mayor parte de los hombres son
como virutas enroscadas alrededor del propio vacío.
Como
es una reflexión de hondo calado a lo mejor nos resbala por la funda de nuestra
honorable mente. Pero si la tomamos y la aplicamos con una pizca de valentía y
sinceridad a nuestro enhiesto yo,
puede que nos ayude a descubrir su verdad.
¿No
nos hemos sorprendido alguna vez mirándonos al espejo de lo que dicen de
nosotros para aparecer como nos gusta que nos vean, aunque nos parezcamos muy
poco a esa imagen del espejo de la fama? ¿No nos echamos a cuestas el ropón de
la importancia porque nos cuesta descubrirnos sin importancia delante de los
que nos miran a
fondo?
Los cristianos
tenemos en el misterio de la Eucaristía el antídoto contra ese raquitismo de
virutas vacías. La fiesta del Corpus, a punto de celebrarse, no es una reliquia
del pasado o un ejercicio devoto de fe. Es el fruto del amor de Quien vivió
entre nosotros y ahora vive en nosotros para liberarnos de la corteza del
propio yo y llenarnos de la grandeza
de la entrega.
El mundo está enfermo
de egoísmo. Se alimenta de egoísmos. Construye egoísmos. Hubo un grandioso
dibujante, Giovanni Battista Piranesi, en el corazón del siglo XVIII, que tomaba
el esquema de un viejo y suntuoso palacio clásico y lo convertía en un
instrumento de tortura para sus imposibles habitantes.
Estamos
haciendo la locura de que el ejemplo de la entrega total que realizó Jesús de
Galilea nos parezca que es algo ajeno a ese instinto de encerrarnos en nosotros
mismos, como la viruta de Teófanes y de asfixiarnos en nuestras propias y
atormentadoras salas vacías y dominadas por el narcisismo. Está Cristo aquí, a
nuestro lado, para convencernos de que vale la pena ser hombres capaces de amar
y de que el engaño de querer proteger nuestra pobre existencia nos lleva a
vivir abrazados a la nada.