Poveglia es una preciosa isla de las que
pueblan la llamada Laguna de Venecia.
Está situada a la mitad del Lido de Venecia o de Malamocco y tiene una forma
peculiar porque, además de estar dividida por un canal, tiene un apéndice
llamado por su forma el Ottagono (a
nosotros nos sonaría mejor Octógono, pero en Venecia las cosas son como en
Venecia) que junto a otro, llamado Alberoni,
eran fuertes para detener, por si acaso, a la enemiga flota genovesa en el
siglo XIV.
La isla de Poveglia tiene una historia larga y
triste. Hoy está deshabitada y no es posible visitarla. Se cree que ya los
romanos la utilizaron como destino de personas aquejadas de enfermedades
incurables y contagiosas. Y se sabe con certeza que la peste del siglo XIV,
importada tal vez de Oriente, obligó a convertir la isla en el cementerio de
sus víctimas. Y más adelante en lazareto de los enfermos de ese mal para los
que no se pronosticaba curación, que era la mayor parte. Pasados aquellos
tristes tiempos y desaparecidos aquellos irremediables males, pareció que era
un lugar muy a propósito para un sanatorio psiquiátrico. Pero en poco tiempo
hubo que abandonar sus amplias instalaciones dedicadas a intentar la salud de
los enajenados de mente. Entre otras razones porque se propaló la voz de que se
había convertido en un escenario de apariciones y fantasmas. No es verdad,
porque no hay apariciones ni fantasmas. Pero hay gente que cree en ellos.
Todavía en el siglo XX parece ser que hubo
quien intentó utilizar las viejas instalaciones para experimentos que lograsen
la curación de enfermedades raras o incurables.
Y ahora nuestra aplicación concreta e
inmediata. ¿No se está convirtiendo nuestra sociedad en un racimo de islas povelias en las que se asientan todas
las desviaciones de la buena salud?
Contemplemos la amada isla de nuestra propia
familia. Y observemos a qué destino la abrimos. No vale decir: ¡Las cosas son
hoy así! ¿Qué vamos a hacer? ¡No es para tanto! ¿Quién va a poner coto a los tsunamis que se nos vienen encima día a
día? Y no solo porque pagar caro nuestra desidia o indiferencia o cobardía no
va a alejar la peste, en algunas de sus formas, de nuestro entorno familiar.
Sino porque declararnos decidida y oportunamente opuestos a cualquier contagio
es nuestro oficio: noble, digno, irrenunciable, valiente y gozosamente
esperanzado.