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miércoles, 25 de febrero de 2015

El ánsar calvo.

El ánsar índico, llamado también calvo no sé por qué, ya los sabes, es inteligente, fuerte y listo. Veranea en las tierras frescas de Mongolia, pero pasa el invierno en las playas acogedoras de la India. Y va y viene del mar a la estepa y de la estepa al mar volando por encima del Himalaya. Le queda de camino. Y es tan admirable, casi sobrecogedor su viaje de Sur a Norte (el de Norte a Sur es más benigno) que los estudiosos lo han querido medir hasta con satélites.      
Sin más comentarios que el que añadamos tú y yo a estas líneas, he aquí algunos datos. 
La travesía la realizan por encima de los 6.000 metros. Alguna vez a 10.000. La presión atmosférica y la riqueza del aire en oxígeno es allí la mitad que en la base de la montaña. Podrían aprovechar los vientos a favor. Pues no, señor. Hacen la travesía (ellos y no otras aves) a golpe de ala en ocho horas. Con pulmones más grandes, hemoglobina más rica, huesos más fuertes y músculos a prueba de Himalaya,  aprovechan el poco oxígeno que tiene el aire por encima de esas alturas. 
Vuelan a una velocidad media de 61,2 kilómetros cada hora. Y el ascenso de la montaña es como media de un kilómetro en una hora. Vuelan a una altura sobre las rocas que van dejando de entre 100 y 300 metros. La travesía la hacen casi siempre durante la noche y primera hora de la mañana, antes de las 10, porque la velocidad del viento es menor.
La cultura que nos acompaña en nuestro crecimiento y en el de nuestros niños, nuestros adolescentes y nuestros jóvenes es la de reducción de esfuerzo. Bienvenida sea esa reducción cuando se trata de ahorrar energías y tiempo. Pero en absoluto cuando lo que nos ahorramos es personalidad porque no es ya tiempo en que debamos sufrir. Sólo el tesón, la constancia, la exigencia, el esfuerzo, la entrega nos hacen nobles en la sociedad humana. Acostumbrarse a evitar esfuerzos es invocar al mago de la lámpara de Aladino para que nos conceda lo que nuestra indolencia no nos ha fabricado porque cuesta. 

sábado, 29 de noviembre de 2014

Familia Márquez.

Marc: "No puedo ser más feliz, es imposible. Y no solo por mí, y no solo por mi familia, y no solo por mi equipo, y no solo por Honda, que me ha ayudado tanto, sino porque es un premio muy grande, inmenso, para el trabajo que hemos hecho todos a lo largo de todo el año".
Álex: «Ni en los mejores sueños Marc y yo pensábamos en que podíamos ganar un título mundial el mismo año. Es un día increíble para la familia Márquez. Ha sido especial e increíble poder ganar aquí en Valencia. Un sueño que se ha hecho realidad y estoy muy feliz».
Todos los que han estado atentos saben que el pasado día 9, en Cheste (Valencia), Marc Márquez (24 años) conseguía su victoria 13 de la temporada en el Campeonato Mundial de MotoGP con 362 puntos, 7 más que el segundo clasificado. Y que su hermano menor Álex (18 años) se coronó como campeón mundial en Moto3 con 278 puntos, 10 podios y 3 victorias.  
Habéis prestado atención, sin duda, a que los dos se refieren a su familia como a una base fundamental. Ellos mismos son familia. Y así lo subrayan en los comentarios que hacen a su vida y a sus victorias.  

En esta página, que no es deportiva (pero que admira el deporte y cómo quisiera que los jóvenes lo practicasen) y que siente por la familia una veneración suprema,  es natural que acentuemos todos los rasgos que cerca o lejos de nosotros nos hacen comprender que todo el bien y todo el mal de cada joven, de cada ser humano, grande, pequeño o viejo, de la sociedad actual brota de la familia. Y que, si es deseable que el fruto de la familia sea siempre y en todas el bien, se cultiven en ella los valores que la hacen grande: el amor, sin el que no existe; la ternura, cuya falta la suple, si acaso, el orden de la escudería; la generosidad y la entrega, que es una forma de parto constante, diario; el altruismo incondicional, que es el camino para hacer de todos una solo corazón, como proclamaba Horacio de un entrañable amigo: “Mitad de mi alma”.

lunes, 24 de noviembre de 2014

"La Hija del Regimiento"

Las sensatas reflexiones de Javier Camarena con ocasión de su actuación como Tonio en la ópera de Gaetano Donizetti el pasado 7 de noviembre en el Teatro Real de Madrid son ya un testimonio, un maravilloso ejemplo y unas buenas noches llenas de sencillez y ardor.
Nació en Xalapa, México, hace treinta y cinco años, y es un tenor, según los entendidos, a la altura de los grandes cantores en ese difícil registro. En un breve intervalo del aria “Ah, mes amis", se llega nueve veces al do de pecho: una proeza. Escuchemos la sabia lección humana que nos da Camarena.
El éxito es “ir cosechando lo que se ha venido sembrando desde hace 20 años que es cuando empecé a estudiar formalmente. No ha sido fácil. Ha requerido mucho esfuerzo, mucha disciplina y situaciones difíciles. Pero ha sido un camino muy hermoso. Afrontar sacrificios, con todo lo que hayan podido doler, para después ver este abrazo, este reconocimiento, me hace pensar que todo ha valido mucho la pena. Me siento muy agradecido a toda la gente que tiene esta reacción. En Madrid, el comentario general es que el público es muy difícil de satisfacer, más en la cuerda de los tenores. Este cariño es una gran recompensa...

El estudio es muy exigente. Tan solo la carrera de música, la más corta, puede durar 8, 10 o 12 años. No son carreras cortas, son caras, tienes que invertir mucho, también en disposición y disciplina. A mí me decían, "agarra una guitarra, ponte a cantar. ¿Para qué quieres ir a una escuela?". No se trata sólo de tener talento natural sino que hay que desarrollarlo. Emplearse a fondo en el repertorio, pero también solfeo, armonía, Historia de la música. Y es una carrera en la que jamás terminas de estudiar, en la que cada compositor tiene su estilo, en la que te puedes especializar. Una ópera dura como mínimo dos horas. En algunas, estarás cantando prácticamente todo el tiempo. La preparación es constante. Lo que se ve es la punta del iceberg. E incluso eso te lleva un mes o mes y medio”.

domingo, 17 de agosto de 2014

Un gigante.

Este gigante de la foto se llama Yakouba Sawadogo al que seguramente conoces por los periódicos. Por ellos sabes que en 1974 se propuso frenar el avance del desierto en su región de Gourga, en Burkina Faso. Ha recuperado en cuarenta años tres millones de hectáreas en ocho países del Sahel. Y ahora se pueden cultivar, habiendo olvidado que eran un desierto. El Sahel (que significa “borde”) es un cinturón de 5.400 km desde el Atlántico hasta el Mar Rojo. Está al sur del desierto del Sahara y tiene una anchura variable entre varios centenares y mil kilómetros. Y cubre una superficie de más de tres millones de kilómetros cuadrados.
Empleó los métodos tradicionales de la agricultura llamada “ZaÏ” puesta al día: en hoyos de unos veinte centímetros depositaba la semilla que interesaba con estiércol y compost. Las lluvias completaban la obra. 
Le salió bien y obtuvo “cosechas” dobles y hasta cuatro veces mayores. Añadió árboles que ayudaban a mantener la humedad del suelo. Y se dedicó a recorrer largas distancias en su moto para convencer a todos los agricultores de la nación que pudo, el resultado de su empeño. 
Se hicieron algunos documentales con su propuesta y dio en 2013 conferencias en 29 aldeas sobre el “ZaÏ”. Y una nueva iniciativa, organizada junto con Ashley Norton y Naaba Ligdi, llevará esta enseñanza, antes de las lluvias de 2014, en doce clases magistrales para cuatro estudiantes, a jóvenes agricultores de la región Yatenga que quieran luchar como él lo ha hecho.
¿Nos hemos medido, de verdad, alguna vez? ¿Qué nos falta para dar talla de gigante? ¿O, al menos, de aprendiz de gigante? ¿Qué medida es la que queremos para nuestros hijos, para los niños, los adolecentes, los jóvenes que crecen (o deben crecer) a nuestra sombra? Porque en un análisis que debemos hacer, continua y valientemente, debemos ver si nuestra sombra es la de una generosa entrega que estimule la entrega de nuestros educandos o es un paraguas de pura protección que les impide salir de sí mismos, lanzarse fuera de las propias y pobres bardas y aprender que sólo pensando en los demás, viviendo para los demás, yendo hacia los demás, queriendo a los demás… podremos ver una cosecha que detenga el desierto del egoísmo que parece invadir el mundo de hoy, tan estéril de amor en tantos gestos, tantas propuestas, tantos oscuros “saheles” de muerte.

sábado, 18 de enero de 2014

Shangri-La.



“Horizontes perdidos” era el título de una novela que el inglés James Hilton escribió en 1933. Algunos años más tarde (1937) la llevó al cine Frank Capra. Y en ella se lució, como siempre, el autor del fondo musical, Dimitri Tiomkin. Vale la pena verla para los que gozan y sufren con las aventuras fantásticas y los sueños fallidos de quienes quieren ser felices y no lo logran: Los pasajeros de un avión que sufre un accidente reciben la atención de los habitantes de Shangri-La, un valle del Tibet, que viven felices y sin envejecer. Pero… ¡siempre allí! Y entonces se le ocurre a uno de ellos, Robert Conway, huir de aquel lugar de feliz monotonía con Sondra, una joven del lugar de la que se enamora. Pero al llegar a la “normalidad” de la vida ¡Sondra recobra el aspecto de su verdadera edad centenaria!
El pasado 10 de enero se incendió gran parte de la ciudad de Dukezong, la “Ciudad de la Luna”, en la Ruta de la Seda y con más de 1.300 años de antigüedad, donde Hilton había situado, según parece, el lugar de su utopía, Shangri-La. Cientos de casas y tiendas de la zona más antigua, casi en su totalidad de madera, han sucumbido, dicen los cronistas, ante el fuego que no respeta antigüedades ni utopías ni sueños. A la 01.30 de la noche, tal vez manos aviesas movidas por corazones sucios atentaron contra el tiempo y el arte.
De ello, aunque lamentándolo por muchas razones, podríamos aprender algo. De la “utopía”, porque desde Tomás Moro usamos ese nombre o esa palabra para huir de nosotros mismos. Pero ya lo habían hecho, sin llamarla así, Eva y Adán. ¿Querían gozar de la manzana o salir de su solitaria espera apenas estrenada? Lo consiguieron. Un artilugio, al que llaman bombo, ha hecho que muchos esperásemos los días pasados salir de nuestra condición de pobres hombres, trasladados, en sueños confesados, a yates de lujo y ocio.
¿Perdemos, por soñar, fuerzas que necesitamos para ser lo que de verdad somos? Lo paradójico es que huyamos del lugar en el que podemos conservar siempre verde nuestra juventud a lugares donde se nos marchitan hasta los sueños.

miércoles, 18 de diciembre de 2013

La Galaxia z8_GND_5296…



… que les presento en foto reciente, se formó – dicen los entendidos - hace poco más de unos 13.000 millones de años, que es el tiempo que ha tardado su luz en llegar a la Tierra. Así, los astrónomos calculan que esa galaxia está a unos 30.000 millones de años luz de nuestro planeta. Y como un año luz es una unidad de distancia de 9.460.730.472.580 km., la galaxia de la que hablamos está de nosotros a una distancia en kilómetros de 28.401.913.177.400.000. 
Se trata, dicen, de la primera generación de galaxias que se formaron después del Big Bang, la “explosión” con la que comenzó todo lo material. Y dicen también los astrónomos que en esta galaxia que acaban de conocer, se formaron estrellas a un ritmo sorprendente, más de cien veces más rápido que en nuestra galaxia, la Vía Láctea, muy perezosa, pues. Y siguen diciendo que z8_GND_5296 contiene una masa de estrellas equivalente a unos mil millones de soles porque formaba unos 330 soles por año, es decir que duplicaba su masa estelar cada cuatro millones de años.
¿Vale la pena conocer algo tan grande, tan viejo, tan distante, tan indiferente para nosotros, tan inalcanzable…? Yo creo que sí por muchas razones que me rondan el espíritu. Pero me voy a referir a algunas tan profundas como la distancia que nos separa de la z8_GND_5296.
Vaya la primera. Conozco a algún muchacho al que le tiene sin cuidado saber o no saber y que nunca se ha planteado que investigar es una necesidad de quien es capaz de alejarse de la ignorancia y viajar hacia las zonas maravillosas de la realidad desconocida. Su esfuerzo por crecer en el conocimiento es nulo. Su indiferencia ante la posibilidad de salir de su propia tiniebla es casi absoluta. Esfuerzo es una palabra maldita. Y apatía es la condición más descansada que es precisamente lo que necesita: descansar por no hacer nada.        
La segunda pudiera ser ésta. Nos mueve muchas veces únicamente, o predominantemente, el interés por “lo nuestro”, por lo útil, por lo cercano, por lo fácil, por lo que no exige salir de nuestro pequeño y cómodo mundo. Consideramos el saber como un instrumento útil. Y cerramos la ventana a lo que ensancha nuestro saber, que es tanto como decir nuestro yo.

sábado, 4 de mayo de 2013

Vértigo.



No vamos a animar a nadie a que imite a estos dos jóvenes fotógrafos rusos, Vitaly Raskalov y Alexander Remnov. Los conocéis todos. Son estudiantes, pero en su afán de encontrar objetos dignos para su obra, se dedican también a escalar. Escalan edificios de 74 pisos, azoteas de construcciones de muchos cientos de metros de altura, cimas de puentes y torres modernísimas, pirámides egipcias de hace 4.583 años, como las de los tres faraones (abuelo, padre e hijo) de la cuarta dinastía, que llamábamos antes con voces griegas Keops, Kefrén y Mikerinos y ahora nos las hacen conocer como Jufu, Jafra y Menkaura…
Y escalan sin permiso, de día y de noche, sin ayuda de instrumentos propios de esa aventura, con la cámara al cuello y trepando sin más seguridad que la de sus manos. O así parece. 
¿Y por qué no vamos a animar a nadie a que haga eso? Porque está mal. Hay cosas que están mal y no se deben hacer. Y cosas que están bien y se deben copiar. Y lo que debemos copiar de estos jóvenes es su afán de superación, su sueño por la altura, su entrega a la ejecución de los sueños de nuestra vida, su victoria sobre las dificultades y el dolor en el trabajo.
Sin darnos cuenta, pretendemos que nos lo den hecho: lo pequeño y lo grande. La llamada “ley del mínimo esfuerzo” es para algunos una ley que forja la quimera de su vida en no mancharse, no sudar, no doblar el espinazo, no llorar, no sufrir… Me contaba un buen amigo médico, que le daba pena pensar en la  educación que podían dar a sus hijos las madres que acudían a la consulta con un único deseo: “¡Pobrecito, que no le duela!”. La salud no les importaba, pero sí el dolor.
No hay por qué asumir un sufrimiento gratuito. Pero no se puede caminar sin ser capaz de soportar con valentía, y casi con placer, el dolor que produce la marcha, el ascenso, el sentimiento lacerado de que se está logrando la meta.

viernes, 15 de marzo de 2013

La infinitud y... el vacío.



Acabo de leer una vez más el diálogo de un periodista francés, Victor.-M. Amela con un tuareg, Moussa Ag Assarid, que estudia – declara él mismo – Gestión en la Universidad de Montpellier.
Estoy seguro de que conocéis su contenido, pero es tan sencillo y tan noble, que he pensado que es bueno conservarlo como una brújula para ayudarme a no perder el rumbo en medio de mi desierto habitado.
Copio algunas de sus reflexiones. Bastan, sin comentarios, para hacerme pensar. Que es una las acciones que menos me cansan por lo poco que lo hago.  
“No sé mi edad. Nací en el desierto del Sahara. ¡Sin papeles!
El azul, para los tuaregs es el color del mundo. Es el color dominante: el del cielo, el techo de nuestra casa.
Pastoreamos… en un reino de infinito y de silencio.
… No hay mejor lugar para hallarse a uno mismo.
Allí todo es simple y profundo.
Hay muy pocas cosas ¡y cada una tiene enorme valor!
Allí nadie sueña con llegar a ser, ¡porque cada uno ya lo es!
… vi el primer grifo de mi vida; vi correr el agua… y sentí ganas de llorar.
Lo que más añoro aquí… las estrellas.
Allí las miramos cada noche y cada estrella es distinta de otra…
Tenéis de todo, pero no os basta.
Os quejáis. ¡En Francia se pasan la vida quejándose!
¡Allí nadie quiere adelantar a nadie!
Aquí tenéis reloj. Allí tenemos el tiempo”.