“Horizontes perdidos” era el título de una novela que el
inglés James Hilton escribió en 1933. Algunos años más tarde (1937) la llevó al
cine Frank Capra. Y en ella se lució, como siempre, el autor del fondo musical,
Dimitri Tiomkin. Vale la pena verla para los que gozan y sufren con las
aventuras fantásticas y los sueños fallidos de quienes quieren ser felices y no
lo logran: Los pasajeros de un avión que sufre un accidente reciben la atención
de los habitantes de Shangri-La, un
valle del Tibet, que viven felices y sin envejecer. Pero… ¡siempre allí! Y
entonces se le ocurre a uno de ellos, Robert Conway, huir de aquel lugar de
feliz monotonía con Sondra, una joven del lugar de la que se enamora. Pero al
llegar a la “normalidad” de la vida ¡Sondra recobra el aspecto de su verdadera
edad centenaria!
El pasado 10 de enero
se incendió gran parte de la ciudad de Dukezong, la “Ciudad de la Luna”, en la
Ruta de la Seda y con más de 1.300 años de antigüedad, donde Hilton había
situado, según parece, el lugar de su utopía, Shangri-La. Cientos de casas y
tiendas de la zona más antigua, casi en su totalidad de madera, han sucumbido,
dicen los cronistas, ante el fuego que no respeta antigüedades ni utopías ni
sueños. A la 01.30 de la noche, tal vez manos aviesas movidas por corazones
sucios atentaron contra el tiempo y el arte.
De ello, aunque
lamentándolo por muchas razones, podríamos aprender algo. De la “utopía”, porque desde Tomás Moro usamos
ese nombre o esa palabra para huir de nosotros mismos. Pero ya lo habían hecho,
sin llamarla así, Eva y Adán. ¿Querían gozar de la manzana o salir de su
solitaria espera apenas estrenada? Lo consiguieron. Un artilugio, al que llaman
bombo, ha hecho que muchos esperásemos los días pasados salir de nuestra
condición de pobres hombres, trasladados, en sueños confesados, a yates de lujo
y ocio.
¿Perdemos, por soñar, fuerzas que necesitamos
para ser lo que de verdad somos? Lo paradójico es que huyamos del lugar en el
que podemos conservar siempre verde nuestra juventud a lugares donde se nos
marchitan hasta los sueños.