Emociona acompañar en
los últimos momentos de la carrera que hace por la historia a un amigo al que
se quiere. Cuando sus pies están ya inmóviles y parece que el oído del corredor
está sólo abierto a la voz del que le va a premiar con un abrazo tras el último
esfuerzo por llegar a la meta.
El padre Vincent
McNabb, buen amigo de Gilbert K. Chesterton contaba así su último encuentro con él: “Fui a verlo cuando moría.
Pedí estar solo con el hombre moribundo. Allí aquella gran humanidad estaba con
el calor de la muerte; su gran mente se preparaba, sin duda, a su modo, para la
visión de Dios. Esto era el sábado, y pensé que quizás en otros mil años
Gilbert Chesterton podría ser conocido como uno de los cantores más dulces de
aquella hija de Sión, siempre bendita, María de Nazaret. Sabía que las
calidades más finas de los Cruzados eran una de las rasgos de su gran corazón,
e inmediatamente recordé la canción de los Cruzados, la Salve, que nosotros los Blackfriars (Frailes Negros: Dominicos) cantamos
cada noche a la Señora de nuestro amor. Dije a Gilbert Chesterton: "Va a
oír usted la canción de amor de su Madre." Y canté a Gilbert Chesterton la
canción del Cruzado: “Salve, Regina,
Mater misericordiae…: Dios te salve,
Reina y Madre de misericordia…”.
Del padre Vincent
McNabb, irlandés, había escrito Chesterton: "... es uno de los pocos hombres
grandes que he conocido en mi vida; es grande en muchos sentidos, mental, moral
y místico y en sentido práctico… Nadie que haya conocido, visto u oído al Padre
McNabb lo puede olvidar".
Emociona también esta
actitud de aprecio, de respeto, de admiración y, sobre todo, de cariño que se
da naturalmente entre hombres grandes. Porque los menguados de espíritu, que
andamos dispersos por el mundo, encontramos dificultad en atravesar nuestra
miserable piel de babosa y rodear con afecto a quien deberíamos agradecer sus
altos valores y de quien deberíamos aprender las lecciones de sus acciones.
¡Y
ojalá tuviésemos a nuestro lado, ante el momento del auténtico Encuentro, a
quien nos cantase las acariciadoras palabras de la Salve: “Vuelve a nosotros esos tus ojos misericordiosos… Muéstranos a Jesús,
fruto bendito de tu vientre… María”.
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