Gilbert Keith Chesterton fue, como es sabido, un fecundo escritor inglés
que vivió desde 1874 hasta el 16 de Junio de 1936. Dentro de unos días se
cumplen 76 años de su muerte. Un crítico literario le considera el mejor
escritor del siglo XIX. ¿Por qué se le conoce tan poco? Por ser, como otro crítico afirma, católico;
aún más, por ser un converso. Ha habido siempre en la historia una “leyenda
negra” de ataques que urden, sin más, los que se arrastran por las
alcantarillas de la envidia. Todos la conocemos. Y otra, de silencios, que por
ser fruto de mentes iluminadas, no es
menos eficaz. Aunque igualmente decisiva.
La celebración católica de la solemnidad de María, Auxiliadora del
hombre, nos lleva a mirar a aquel hombre que encontró en la santísima Virgen,
Madre de Dios, la luz que le condujo y le acompañó desde su conversión hasta la
muerte.
Cuando explicaba por qué y cómo se había hecho católico refería: “Recuerdo
especialmente ahora estos dos casos: unos autores serios lanzaban graves
acusaciones contra el catolicismo, y, cosa curiosa, lo que ellos condenaban me
pareció algo precioso y deseable”.
Nos ceñimos hoy al
primero de los casos: “En el primer
caso - creo que se trataba de Horton y Hocking - se mencionaba con estremecido pavor,
una terrible blasfemia sobre la Santísima Virgen de un místico católico que
escribía: "Todas las criaturas deben todo a Dios; pero a Ella, hasta Dios
mismo le debe algún agradecimiento". Esto me sobresaltó como un son de
trompeta y me dije casi en alta voz: "¡Qué maravillosamente dicho!"
Me parecía como si el inimaginable hecho de la Encarnación pudiera con
dificultad hallar expresión mejor y más clara que la sugerida por aquel
místico, siempre que se la sepa entender.
No creo que sea presuntuoso traducir estas palabras de Chesterton con
esta afirmación: “María es Auxiliadora de Dios”. Dios (que ama al hombre como
sólo puede amar Dios; que respeta la libertad del hombre como sólo sabe
respetar la libertad Dios) ama y respeta a una jovencita nazarena casadera
(hasta poco antes una bogeret, como
llamaban los judíos a las doncellas de esa edad) y le comunica un poco de un
proyecto inimaginable para el hombre que Él tiene sobre el hombre: Que ella sea
la madre de su propio Hijo. Y María dice que sí, porque es esclava de su
voluntad, porque, por amar a Dios, encuentra su felicidad en construir con Él
lo que sea y como sea por muy incomprensible que sea.
Decimos tantas veces “Madre de Dios” que se nos ha ajado entre los labios
ese precioso pétalo de asombro, admiración, agradecimiento, ternura y
contemplación que usamos para invocar a la que, al convertirse en Madre de
Dios, se convirtió también en Madre nuestra.
Sin vergüenza y sin debilidad debemos volver a tomar
esa afirmación (¡Madre de Dios!) como un timón seguro de nuestra vida, un
recurso para sentirnos superiores a cualquier ataque, un lazo de unión con Ella
que refuerce nuestra ternura de hijos y nuestro orgullo de Familia.
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