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martes, 24 de diciembre de 2013

Barioná.



El filósofo Jean-Paul Sartre pareció profesar la idea de que el desprecio de Dios era la condición para que el hombre pudiese ser libre. Su infancia, llena de relaciones extrañas con uno de sus abuelos y la muerte del padre cuando Sartre tenía dos años (“Fue el gran acontecimiento de mi vida: hizo que mi madre volviera a sus cadenas y a mí me dio la libertad”, escribió recordando la tiniebla de su infancia) le marcó para toda su vida en la que se presentó siempre como ateo. Pero…
Pero el año 1940 (tenía 35 años) se encontraba en un campo de concentración alemán en Tréveris. Compartía rancho y vida con un grupo de sacerdotes en el Barracón 12D. Se ofreció para escribir una obra de teatro para Navidad. Y, en efecto, Barioná, el hijo del trueno se representó aquella Navidad. Barioná quería acabar con la estirpe judía para que Roma no tuviese donde clavar su cáliga. El viejo mago Baltasar le convence de su insania. Le ve triste y sin esperanza y le hace ver que “esté donde esté un hombre… está siempre en otra parte”.  
El Narrador, ciego, que va presentando las escenas sobre el cartelón de su relato de imágenes, dice al llegar al portal de Belén:  
“... yo os diré cómo los veo dentro de mí.
La Virgen está pálida y mira al niño. Lo que habría que pintar en su cara sería un gesto de asombro lleno de ansiedad que sólo ha aparecido una vez en un rostro humano. Porque Cristo es su hijo, carne de su carne y fruto de sus entrañas. Lo ha llevado en su seno durante nueve meses; darle el pecho y su propia leche es hacer sangre de Dios.
En algunos momentos, es muy fuerte la tentación de olvidar que él es Dios. Le estrecha en sus brazos y le dice: ¡Hijito mío!
“Pero otras veces se queda sin habla y piensa: Dios está ahí. Y la atenaza un temor reverencial ante este Dios mudo,  ante este niño que infunde respeto.
Porque todas las madres se han visto así alguna vez,  ante el fragmento rebelde de su carne que es su hijo  y se sienten como extrañas ante esa vida nueva que han hecho con su vida,  pero en la que habitan pensamientos ajenos.
Pero ningún hijo ha sido arrancado tan cruel y tan radicalmente como éste: porque Él es Dios y sobrepasa por todas partes lo que ella hubiera podido imaginar.  Y es una dura prueba para una madre tener vergüenza de sí y de su condición humana delante de su hijo.
Aunque yo pienso que hay también otros momentos, rápidos y fugaces,  en los que ella siente, a la vez, que Cristo es su hijo, es su pequeño, y es Dios.  Le mira y piensa: “Este Dios es mi niño. Esta carne divina es mi carne. Está hecha de mí. Tiene mis ojos y la forma de su boca es la de la mía. Se parece a mí. Es Dios y se parece a mí”.
“Y ninguna mujer, jamás, ha disfrutado así de su Dios, para ella sola. Un Dios muy pequeñito al que se puede estrechar entre los brazos y cubrir de besos. Un Dios calentito que sonríe y que respira; un Dios que se puede tocar; y que vive.
En uno de esos momentos es cuando yo pintaría a María, si fuera pintor. Y trataría de plasmar el aire de tierno y tímido atrevimiento con que ella acerca el dedo para tocar la dulce y suave piel de este niño-Dios cuyo peso tibio siente sobre sus rodillas y que le sonríe.
Eso por lo que se refiere a Jesús y  a la Virgen María.
¿Y a José? A José no le pintaría. Plasmaría sólo una sombra, al fondo del establo, y dos ojos brillantes. Porque no sabría qué decir de José y José no sabe qué decir de sí mismo.
Está en adoración y está feliz de adorar y se siente allí un poco extraño. Creo que sufre sin confesarlo. Sufre porque ve cuánto se parece a Dios la mujer que ama y hasta qué punto está ya del lado de Dios”.

miércoles, 23 de mayo de 2012

Auxiliadora de Dios.


Gilbert Keith Chesterton fue, como es sabido, un fecundo escritor inglés que vivió desde 1874 hasta el 16 de Junio de 1936. Dentro de unos días se cumplen 76 años de su muerte. Un crítico literario le considera el mejor escritor del siglo XIX. ¿Por qué se le conoce tan poco?  Por ser, como otro crítico afirma, católico; aún más, por ser un converso. Ha habido siempre en la historia una “leyenda negra” de ataques que urden, sin más, los que se arrastran por las alcantarillas de la envidia. Todos la conocemos. Y otra, de silencios, que por ser fruto de mentes iluminadas, no es menos eficaz. Aunque igualmente decisiva.
La celebración católica de la solemnidad de María, Auxiliadora del hombre, nos lleva a mirar a aquel hombre que encontró en la santísima Virgen, Madre de Dios, la luz que le condujo y le acompañó desde su conversión hasta la muerte.    
Cuando explicaba por qué y cómo se había hecho católico refería: “Recuerdo especialmente ahora estos dos casos: unos autores serios lanzaban graves acusaciones contra el catolicismo, y, cosa curiosa, lo que ellos condenaban me pareció algo precioso y deseable”.
Nos ceñimos hoy al primero de los casos: “En el primer caso - creo que se trataba de Horton y Hocking - se mencionaba con estremecido pavor, una terrible blasfemia sobre la Santísima Virgen de un místico católico que escribía: "Todas las criaturas deben todo a Dios; pero a Ella, hasta Dios mismo le debe algún agradecimiento". Esto me sobresaltó como un son de trompeta y me dije casi en alta voz: "¡Qué maravillosamente dicho!" Me parecía como si el inimaginable hecho de la Encarnación pudiera con dificultad hallar expresión mejor y más clara que la sugerida por aquel místico, siempre que se la sepa entender.
No creo que sea presuntuoso traducir estas palabras de Chesterton con esta afirmación: “María es Auxiliadora de Dios”. Dios (que ama al hombre como sólo puede amar Dios; que respeta la libertad del hombre como sólo sabe respetar la libertad Dios) ama y respeta a una jovencita nazarena casadera (hasta poco antes una bogeret, como llamaban los judíos a las doncellas de esa edad) y le comunica un poco de un proyecto inimaginable para el hombre que Él tiene sobre el hombre: Que ella sea la madre de su propio Hijo. Y María dice que sí, porque es esclava de su voluntad, porque, por amar a Dios, encuentra su felicidad en construir con Él lo que sea y como sea por muy incomprensible que sea.    
Decimos tantas veces “Madre de Dios” que se nos ha ajado entre los labios ese precioso pétalo de asombro, admiración, agradecimiento, ternura y contemplación que usamos para invocar a la que, al convertirse en Madre de Dios, se convirtió también en Madre nuestra.
Sin vergüenza y sin debilidad debemos volver a tomar esa afirmación (¡Madre de Dios!) como un timón seguro de nuestra vida, un recurso para sentirnos superiores a cualquier ataque, un lazo de unión con Ella que refuerce nuestra ternura de hijos y nuestro orgullo de Familia.