El filósofo Jean-Paul
Sartre pareció profesar la idea de que el desprecio de Dios era la condición
para que el hombre pudiese ser libre. Su infancia, llena de relaciones extrañas
con uno de sus abuelos y la muerte del padre cuando Sartre tenía dos años (“Fue
el gran acontecimiento de mi vida: hizo que mi madre volviera a sus cadenas y a
mí me dio la libertad”, escribió recordando la tiniebla de su infancia) le
marcó para toda su vida en la que se presentó siempre como ateo. Pero…
Pero el
año 1940 (tenía 35 años) se encontraba en un campo de concentración alemán en
Tréveris. Compartía rancho y vida con un grupo de sacerdotes en el Barracón 12D.
Se ofreció para escribir una obra de teatro para Navidad. Y, en efecto, Barioná, el hijo del trueno se
representó aquella Navidad. Barioná quería acabar con la estirpe judía para que
Roma no tuviese donde clavar su cáliga. El viejo mago Baltasar le convence de
su insania. Le ve triste y sin esperanza y le hace ver que “esté donde esté un
hombre… está siempre en otra parte”.
El
Narrador, ciego, que va presentando las escenas sobre el cartelón de su relato
de imágenes, dice al llegar al portal de Belén:
“... yo
os diré cómo los veo dentro de mí.
La Virgen
está pálida y mira al niño. Lo que habría que pintar en su cara sería un gesto
de asombro lleno de ansiedad que sólo ha aparecido una vez en un rostro humano.
Porque Cristo es su hijo, carne de su carne y fruto de sus entrañas. Lo ha
llevado en su seno durante nueve meses; darle el pecho y su propia leche es
hacer sangre de Dios.
En
algunos momentos, es muy fuerte la tentación de olvidar que él es Dios. Le
estrecha en sus brazos y le dice: ¡Hijito mío!
“Pero
otras veces se queda sin habla y piensa: Dios está ahí. Y la atenaza un temor
reverencial ante este Dios mudo, ante
este niño que infunde respeto.
Porque todas las madres se han visto así
alguna vez, ante el fragmento rebelde de
su carne que es su hijo y se sienten
como extrañas ante esa vida nueva que han hecho con su vida, pero en la que habitan pensamientos ajenos.
Pero
ningún hijo ha sido arrancado tan cruel y tan radicalmente como éste: porque Él
es Dios y sobrepasa por todas partes lo que ella hubiera podido imaginar. Y es una dura prueba para una madre tener
vergüenza de sí y de su condición humana delante de su hijo.
Aunque yo
pienso que hay también otros momentos, rápidos y fugaces, en los que ella siente, a la vez, que Cristo
es su hijo, es su pequeño, y es Dios. Le
mira y piensa: “Este Dios es mi niño. Esta carne divina es mi carne. Está hecha
de mí. Tiene mis ojos y la forma de su boca es la de la mía. Se parece a mí. Es
Dios y se parece a mí”.
“Y
ninguna mujer, jamás, ha disfrutado así de su Dios, para ella sola. Un Dios muy
pequeñito al que se puede estrechar entre los brazos y cubrir de besos. Un Dios
calentito que sonríe y que respira; un Dios que se puede tocar; y que vive.
En uno de
esos momentos es cuando yo pintaría a María, si fuera pintor. Y trataría de
plasmar el aire de tierno y tímido atrevimiento con que ella acerca el dedo
para tocar la dulce y suave piel de este niño-Dios cuyo peso tibio siente sobre
sus rodillas y que le sonríe.
Eso por
lo que se refiere a Jesús y a la Virgen
María.
¿Y a
José? A José no le pintaría. Plasmaría sólo una sombra, al fondo del establo, y
dos ojos brillantes. Porque no sabría qué decir de José y José no sabe qué
decir de sí mismo.
Está en
adoración y está feliz de adorar y se siente allí un poco extraño. Creo que
sufre sin confesarlo. Sufre porque ve cuánto se parece a Dios la mujer que ama
y hasta qué punto está ya del lado de Dios”.
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