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viernes, 10 de noviembre de 2017

Ultracrepidario: no juzgue por encima...

Probablemente la palabra ultracrepidario es fea. Pero así le llamó hace ya muchos años William Hazlitt a otro William, William Gifford, porque le había criticado repetidamente su estilo literario. Y cuatro años más tarde, en 1823, un amigo de Hazlitt, Leigh Hunt le arrojó el mismo epíteto en defensa de su amigo. Eran hombres que se bañaban en la cultura clásica.  
Los que la dominan hoy, aunque no se peguen con sus colegas, saben que todo viene de aquella diatriba que se entabló hace como 2350 años entre el pintor Apeles de Coo y un zapatero. Lo contaban, en Latín, naturalmente, Valerio Máximo y Plinio el Viejo con casi iguales palabras: “Ne supra crepidam sutor predicaret” le dijo el pintor al que puede traducirse como “Que el zapatero no juzgue por encima de la sandalia” (ultra equivale a super o supra).
Un zapatero le dijo a Apeles que las sandalias no son como las había pintado. Y parece que Apeles le escuchó con sosiego. Al día siguiente el zapatero, engreído al ver que Apeles le había hecho caso y había corregido, le criticó también la pintura de una rodilla. La respuesta del paciente Apeles fue la que ya has leído. En griego naturalmente.
Breve y abreviadamente se suele decir en castellano: Ne sutor super crepidam. Y me viene este recuerdo cuando en estos días pasados se oye criticar sobre política y se escuchan propuestas sabias sobre el modo de conducir el rebaño humano. Y no sólo sobre Política, sino sobre todo lo que hay debajo del Cielo (ojalá no intenten escalarlo).
Hay quien tal vez sepa mucho de lo suyo (¡vaya usted a saber!), o tiene una hornacina en la galería de honores humanos (o cree tenerla), o se considera oráculo de la verdad porque dispone de un papel o un micrófono, o es un as en un cierto arte o profesión, y se dispone a decir a los responsables, que se supone que son expertos, cómo deben hacerse las cosas según su consejo.
Son igual que esos veteranos que generalmente con buen humor pasan horas contemplando una obra pública y callejera  e intercambiando opiniones sobre el modo de rematarla. 

domingo, 5 de noviembre de 2017

Marvelli: un político declarado santo.

Don Bosco no trató a Alberto Marvelli. Pero Alberto a Don Bosco sí en su Ferrara natal (1918) y en Rímini (Italia) donde vivió, se entregó y murió (arrollado por un camión) en 1946. Fue un joven comprometido en la política sabiendo que la política es el arte y profesión de servir amando a los demás empezando por los que tienen menos voz: en la política la limpieza de su vida, la transparencia de su conducta, la alta condición de sencilla dignidad y corrección le convirtieron en un joven maestro de servicio a sus conciudadanos.
Su madre fue para él fuente y maestra de una vida empapada de alegría, entregada al servicio de los demás, especialmente de los pobres, deportista (¡su bicicleta arrollada por el camión el 5 de octubre!), maestro de fe y de afecto en la catequesis, el Oratorio Salesiano y la Acción Católica. Aunque tuvo que alistarse en 1941 (después de acabar la carrera de ingeniería) en una guerra que siempre condenó, le libró el hecho de que sus tres hermanos mayores ya estaban en el frente.
Italia quedó desolada en la segunda guerra mundial. Por eso desarrolló una gran labor de ayuda a los pobres y fue uno de los factores más entregados y menos interesados para sí mismos de la reconstrucción de su ciudad. Muy pertinazmente en la política pero también y no menos generosamente llevando y dando personalmente lo que hacía falta dar, aunque se quedase sin ello. El recorrido en bicicleta por muchos lugares y rincones de su ciudad acababan con el regalo de alimentos, compañía, consuelo y apertura a la confianza en Dios y en los hombres.
Fue declarado Beato por el Papa Juan Pablo II en Loreto el 5 de octubre de 2003.

miércoles, 30 de marzo de 2016

El Cobia.

…o la cobia. ¿La conoces? Tal vez por otros nombres: esme-dregal, pejepalo, bonito negro… Es un pez marino único en su especie y género: Rachycentron, dicen los que hablan difícil, que vive especialmente en aguas tropicales; de cabeza ancha y aplastada con el lóbulo de la aleta de la cola más largo que el inferior. Tal vez para parecer más atractiva tiene dos bandas finas plateadas en sus costados.
No te fíes. No solo porque puede llegar a viejo, 15 años, sino porque puede llegar a medir dos metros y pesar casi setenta kilos. Es más bien solitario. Aunque por el aprecio de su carne se cultiva en piscinas dentro del Pacífico a algunos kilómetros de las costas de Panamá, Ecuador y Colombia. Pero es un depredador voraz que acaba con todos los crustáceos, calamares y corvinas que llegan a su boca.
Hace unos meses la rotura de uno de sus criaderos, frente al Ecuador, hizo que se rompiese y una gran cantidad de cobias decidiesen vivir su vida y campar a sus anchas. La explicación que dieron las autoridades entendidas fue la del “avanzado deterioro y falta de mantenimiento en las jaulas contenedoras”.
Algunos pescadores consultados afirmaron que estos cobias “han arrasado con todo a su paso y los han dejado sin alimento ni con qué sustentarse en Ecuador, Colombia y Panamá… Lograron nadar 1.000 kilómetros en dos meses y medio y ahora ponen en jaque las costas de Colombia, Panamá y México”. Y los científicos del Instituto Smithsoniano alertan en la BBC “sobre los efectos de largo alcance sobre la pesca y la ecología marina en el Pacífico Oriental”. Como al cobia no hay ningún otro pez que lo cace hace de su mundo marino un reino de destrucción.
Y como esta no es una lección de ictiología, pasamos a la aplicación a nuestras vidas. ¿No nos da miedo (o sin miedo porque somos valientes) que una cobia humana o una bandada de cobias humanas anden sueltas haciendo lo que les parece que es su derecho y la victoria de sus convicciones y acaben con la vida de los que andamos atontados sin tener en cuenta ese peligro? Analiza, lector amable y precavido, la situación de indefensión de ciudadanos e instituciones que creen que todo lo nuevo, por muy tragona cobia que sea, está muy bien y que deben tener libertad para adueñarse de sus aguas porque están en su derecho. Es verdad que nuestros jóvenes deben crecer cultivando su libertad, pero es un deber suyo y nuestro alimentarla de modo que no se convierta en despiste y veleidad. El justo criterio, la adecuada cercanía, la amistad y el prestigio de nuestro sensato magisterio puede y debe servirles para que juzguen con acierto antes de adherirse a las bandas plateadas de la novedad y el atractivo de los portadores de muerte.

martes, 15 de marzo de 2016

Tezozómoc.

Hay acuerdo entre los estudiosos en declarar al rey Tezozómoc, señor de la ciudad de Azcapotzalco, uno de los políticos más insignes de la llamada Mesoamérica. Era un tepaneca, una tribu chichimeca que ocupó el Valle de México durante el siglo XII. En los Anales de Cuauhtitlán, en los tiempos de Tezozómoc, se lee lo que sigue: 
“Moctezuma cazaba en los jardines alrededor de la ciudad. Cogió una mazorca de maíz sin pedir permiso al campesino que cultivaba el campo. ‘Señor tan alto y tan poderoso, ¿cómo me lleváis dos mazorcas mías hurtadas? ¿Vos, señor, no pusisteis ley de que el que hurtase una mazorca o su valor muriese por ello? Dijo Moctezuma: ‘Es así verdad’. Dijo el hortelano: ¿Pues cómo, señor, quebrantaste tu ley? El emperador le propuso entonces devolverle las mazorcas, pero el campesino rehusó. Moctezuma le dio entonces su propia manta, el xiuhayatl imperial, y dijo a sus dignatarios: ‘Este miserable es de más ánimo y fortaleza que ninguno de cuantos aquí estamos, porque se atrevió a decirme que yo había quebrantado mis leyes, y dijo la verdad’. Y elevó al campesino a la dignidad de tecuhtli, y además puso en sus manos el gobierno de Xochimilco”.
Todo muy lejano a nosotros en el tiempo y en las distancias. Pero tal vez también muy de nuestra era. Es la historia del que tiene y desea tener más. Del que manda y siente que el sometido no va a protestar si el que manda se desmanda. De una sociedad en la que aprovecharse es normal para el que desea y tiene medios para meterse en la propiedad del que no tiene agallas para hacer valer su derecho. O del que cree que el bien público, por ser público, es del que lo tiene a su cuidado.
De lo que pasó entre Moctezuma y el hortelano se me ocurren cosas como estas: ¿Hay muchos (o son, por el contrario y afortunadamente, más bien pocos) los que ejercen su autoridad a capricho, a su ventaja, considerándola una condición personal superior a la justicia que se supone ordena la vida de un pueblo? ¿Es frecuente hacer callar a uno que invoca esa justicia haciéndole autoridad en el gobierno de Xochimilco? La convivencia de un estado que se teje - o se debe tejer – con justicia, equidad, grandeza de ánimo, generosidad, estímulo, exigencia, desprendimiento… ¿puede ceder ante la conveniencia, el aprovechamiento de las circunstancias favorables, el clientelismo, el favor al grande, la corrupción del pequeño?

miércoles, 16 de septiembre de 2015

Es vil y despreciable.

Este animal que preside la lectura de hoy es un ser admirable. Vive en fondos marinos de Nueva Zelanda a mil metros de profundidad hasta donde no le ha interesado a nadie llegar hasta hace poco. Lo llaman, me parece, blopfish. Es pacífico y digno. Y, según nuestros estrechos criterios estéticos, muy feo.
No hay ser vivo que no sea, como el blopfish, pacífico. ¡En principio! La violencia de algunos animales los mueve a actuar como animales: depredadores, voraces, sañudos, reivindicativos, agresivos… todo lo que quieras, pero siempre en el ejercicio forzado de su animalidad. Nunca son viles. Un león ataca a un antílope porque necesita hacerlo para vivir. Un tigre que ataca, despedaza y se come un bisonte cumple con su deber. Y un cocodrilo como el de la derecha hace suyo a un aborregado ñu que intenta, como todos, atravesar un río.    
La vileza es una propiedad exclusiva del hombre. El hombre piensa, razona, estima, juzga, construye… y ¡ama!  Y ese hombre que se juzga a sí mismo digno, respetable, merecedor del aprecio de otros hombres, representante del grupo del que forma parte, forjador de un futuro más noble, más libre, más generoso no puede ser vil. No lo es, pero a veces nos comportamos con vileza. Nos convertimos en seres despreciables. Es vil, despreciable, el que no deja que el otro, todo otro, piense como quiera, vote a quien quiera, escriba lo que quiera, haga lo que quiera aunque no le guste. Porque si, en su afán de husmeador, descubre que el otro ha actuado de verdad mal, tiene el deber de hacerlo saber a la autoridad que corresponda que, sin duda, intervendrá también como corresponda. Digo yo. Atragantan los jueces aficionados que todo lo cascan, lo miden, lo critican y lo condenan. En los medios de comunicación (¿comunicación?), sermones, tribunas de televisión y de prensa, por la calle, en las tertulias, en los mentideros de todo tinte y calibre, en la mal llamada política, en los partidos, en las instituciones…. hay siempre algún mentecato, mal de la cabeza, que se siente con derecho y superioridad para decir cómo hay que hacer las cosas (¡si solo fuese eso!), calificar (¡descalificar, claro!), atacar, insultar, zaherir, despreciar, morder, despedazar si puede… al que no piensa como piensa él y no dice lo que manda él. Es el patético dictador que nunca admite que ejerce ese inaguantable oficio (¡ay de ti si se lo intentas explicar!), mientras que no acepta de ningún modo cualquier otra dictadura que no sea la suya.
Hay quien se recrea en sentirse rey del pensamiento, dispensador de opciones políticas, de fórmulas económicas, morales, sociales, inquisidor de intenciones ajenas y tristemente vil  payaso del gran circo del mundo. 

martes, 4 de noviembre de 2014

Sam Van Aken.

Un huertecito del estado de Nueva York, a punto de desaparecer, se ha convertido, según cuentan los periódicos, en el escaparate de un prodigio. En la foto anterior se puede contemplar uno de los dieciséis árboles, fruto de una impensable iniciativa. Sam Van Aken, profesor de la Syracuse University y, sin duda, también poeta, soñador, artista, decidido y emprendedor, lo adoptó hace seis años, y en uno de sus árboles frutales hizo cuarenta injertos de otros tantos árboles de frutos de hueso. Albaricoques, melocotones, almendras, nectarinas, cerezas, ciruelas… y así hasta cuarenta frutos diferentes, son ahora testigos de algo que nos puede servir de reflexión y ejemplo.  Y en primavera del gozoso premio a una decisión como la de Sam.
Parece que el injerto es cosa antigua: de los chinos hace cuatro mil años. Plinio el Viejo (23-79 dC), es decir, Gaius Plinius Secundus, dos milenios después, describía el injerto de púa. Nuestro ilustre Gabriel Alonso de Herrera (1513) en su Agricultura General (tomo IV) se refería con amplitud a este noble campo de los cultivos. Y tres siglos más tarde el francés André Thouin (1821) habla nada menos que de 1.119 tipos de injertos.
Basta el enunciado de los hechos para que broten espontáneas algunas reflexiones. Me limito a dos. ¿Cuál fue la semilla que en el pensamiento de Sam le llevó a emprender el camino que le ha conducido hasta aquí? ¿En qué medida cuentan la imaginación, la decisión, la tenacidad para ello? ¿Cuánto tiempo, intentos, fracasos, vueltas a empezar… hicieron falta para llegar a un final tan asombroso? Y (esto es lo que nos importa más): ¿En qué medida y de qué modos fomentamos, en nuestro serio cometido de educadores, el afán no solo por saber, sino especialmente por emular, por imaginar, por conseguir, por luchar, por innovar, por crear, por esforzarse, por sentir que siempre hay un más y un más allá que conquistar…?    
El triunfo de Sam parece un retrato del triunfo de la unidad de los Estados Unidos de América. Es el resultado de querer ser lo que se es, buscar una tierra nueva para poder serlo, aceptar la carestía, los sueños, el esfuerzo hasta la violencia (no siempre las cosas se hacen bien), el sudor, la conquista, la aceptación de todos y la identificación de todos en una nación que no tiene nombre propio, salvo el del injerto que le ha dado vida.

Hay naciones (aparentemente consolidadas desde hace siglos) en las que la diferencia, el distanciamiento, la envidias, el asqueroso egoísmo, la trapacería, las zancadillas son fruto y retrato del alma de sus habitantes. Habitantes en los que llevar la contraria, ladrar, morder parecen ser necesidades sin las que es imposible mantener a flote la propia dignidad y prestancia.

lunes, 29 de abril de 2013

El ratoncillo.



Pablo de Jérica y Corta (1781-1841) llenó su vida de inquietud liberal durante los agitados tiempos de Fernando VII. Su dedicación al periodismo y a la literatura, entre sus muchas actividades “revolucionarias”, le hizo ser crítico, satítirico, irónico y sujeto encarcelado, desterrado y huido.
Esta fábula (de la que he robado, por ahorro de espacio, la estructura original a sus estrofas, excepto a la primera) dice cosas muy duras contra los que no se comprometen.    

Mientras en guerras 
se destrozaban 
los animales 
con justa causa, 
un ratoncillo, 
¡qué bueno es eso!, 
estaba siempre 
dentro de un queso.

Juntaban gente, buscaban armas, formaban tropas, daban batallas: 
y el ratoncillo, ¡qué bueno es eso!, siempre metido dentro del queso.
Pasaban hambre en las jornadas, y malas noches en malas camas; 
y el ratoncillo, ¡qué bueno es eso!, siempre metido dentro del queso.
Ya el enemigo se ve en campaña; al arma todos, todos al arma; 
y el ratoncillo, ¡qué bueno es eso!, siempre metido dentro del queso.
A uno le hieren, a otro le atrapan, a otro le dejan en la estacada. 
Y el ratoncillo, ¡qué bueno es eso!, siempre metido dentro del queso.
Por fin lograron con la constancia, sin enemigos ver la comarca; 
y el ratoncillo, ¡qué bueno es eso!, siempre metido dentro del queso.
Mas ¿quién entonces lograr alcanza el premio y fruto de tanta hazaña?
El ratoncillo, ¡qué bueno es eso!, que siempre estuvo dentro del queso.

Son versos para hacerlos recitar a un niño de cinco años. Y lo entiende. Pero también valen para los que, más o menos, nos inhibimos de la vida y de la historia. Para los que creemos que podemos vivir solos, desentendernos de la suerte de los demás. Para los que ignoran que la palabra solidaridad refleja una condición que le es propia al ser animal y, con mayor carga, al humano. Para los que se pasean por la historia como si lo que reciben hecho, construido y acomodado a su agrado por otros no fuese una invitación a dejar a los que nos siguen un mundo aún mejor.
Nos suenan: «No va conmigo», «Es cosa suya», «Allá él», «A mí que me dejen en paz», «Que cada palo aguante su vela», «Yo a lo mío», «Es un vago», «Es un sinvergüenza», «Es un… », «Estoy ya harto»… Y nos suena porque lo hemos dicho también nosotros, lo pensamos y lo sentimos. Lo sentimos hasta hace de ello una forma de conducta constante y defendida: «¡Yo en mi queso!».