Un huertecito del
estado de Nueva York, a punto de desaparecer, se ha convertido, según cuentan los
periódicos, en el escaparate de un prodigio. En la foto anterior se puede
contemplar uno de los dieciséis árboles, fruto de una impensable iniciativa.
Sam Van Aken, profesor de la Syracuse University y, sin duda, también poeta,
soñador, artista, decidido y emprendedor, lo adoptó hace seis años, y en uno de
sus árboles frutales hizo cuarenta injertos de otros tantos árboles de frutos
de hueso. Albaricoques, melocotones, almendras, nectarinas, cerezas, ciruelas…
y así hasta cuarenta frutos diferentes, son ahora testigos de algo que nos
puede servir de reflexión y ejemplo. Y
en primavera del gozoso premio a una decisión como la de Sam.
Parece que el injerto
es cosa antigua: de los chinos hace cuatro mil años. Plinio el Viejo (23-79
dC), es decir, Gaius Plinius Secundus, dos milenios después, describía el
injerto de púa. Nuestro ilustre Gabriel Alonso de Herrera (1513) en su Agricultura General (tomo IV) se refería
con amplitud a este noble campo de los cultivos. Y tres siglos más tarde el
francés André Thouin (1821) habla nada menos que de 1.119 tipos de injertos.
Basta
el enunciado de los hechos para que broten espontáneas algunas reflexiones. Me
limito a dos. ¿Cuál fue la semilla que en el pensamiento de Sam le llevó a
emprender el camino que le ha conducido hasta aquí? ¿En qué medida cuentan la
imaginación, la decisión, la tenacidad para ello? ¿Cuánto tiempo, intentos,
fracasos, vueltas a empezar… hicieron falta para llegar a un final tan
asombroso? Y (esto es lo que nos importa más): ¿En qué medida y de qué modos
fomentamos, en nuestro serio cometido de educadores, el afán no solo por saber,
sino especialmente por emular, por imaginar, por conseguir, por luchar, por
innovar, por crear, por esforzarse, por sentir que siempre hay un más y un más
allá que conquistar…?
El triunfo de Sam parece un retrato
del triunfo de la unidad de los Estados Unidos de América. Es el resultado de
querer ser lo que se es, buscar una tierra nueva para poder serlo, aceptar la
carestía, los sueños, el esfuerzo hasta la violencia (no siempre las cosas se
hacen bien), el sudor, la conquista, la aceptación de todos y la identificación
de todos en una nación que no tiene nombre propio, salvo el del injerto que le
ha dado vida.
Hay naciones (aparentemente consolidadas desde hace siglos)
en las que la diferencia, el distanciamiento, la envidias, el asqueroso
egoísmo, la trapacería, las zancadillas son fruto y retrato del alma de sus
habitantes. Habitantes en los que llevar la contraria, ladrar, morder parecen
ser necesidades sin las que es imposible mantener a flote la propia dignidad y
prestancia.
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