domingo, 17 de noviembre de 2013

Uluru.



Hasta hace poco se podía escalar el Uluru. Ahora está prohibido. Lo conocen ustedes. Es una formación de arenisca, de color rojizo a la puesta del Sol. El Uluṟu, que significa Madre Tierra, tiene para los Anangu, habitantes del centro de Australia, naturaleza sagrada. William Christie Gosse (1842-1880), inglés afincado, cuando tenía ocho años, con su familia en Australia, lo “descubrió” en 1873. Lo escaló con su guía Jamran. Y lo llamó Ayers Rock. Fue un brindis, o algo así, al Primer Ministro de Australia Meridional, Sir Henry Ayers, que gobernó desde Adelaida un inmenso terrotorio durante casi todo el segundo medio siglo del XIX.
Yo creo que Gosse cometió dos errores ante la roca: escalarla y darle nombre. Errores perdonables, porque lo encontró allí tan solo y tan raro, que se dijo “Esta es la mía”. Y lo hubiese hecho con más ganas si hubiese esperado un poco para saber que ese monolito, el segundo en volumen del mundo, se hunde dos kilómetros y medio bajo tierra. Pero aun así, hizo mal, pienso yo, en escalar los 348 metros de un lugar tan solemne y tan sagrado y ponerle nombre cuando ya lo tenía. Y bien sonoro: Uluru.  
Nos viene bien recordar los errores de los demás, como los descritos, para aprender a conducirnos mejor. Pensemos, por ejemplo, en la facilidad con que nos apropiamos de una noticia, de un juicio, hasta de una sentencia que nos hemos encontrado en una encrucijada de nuestros caminos. El derecho de autor nos tiene sin cuidado. Ser el primero en airear algo que podemos presentar como nuevo es un placer parecido al que comunica al mundo haber descubierto el Océano Pacífico. ¡Si lo hizo hace cinco siglos Vasco Núñez de Balboa!
Y el otro error, que también cometemos, es el de pisar sin permiso terrenos que no son nuestros. “Meterse en camisa ajena” o “en camisa de once varas” no es nunca una decisión acertada. La sabiduría de los siglos nos lo advierte: Madre e hija caben en una camisa. Suegra y nuera ni dentro ni fuera. O también: Come camote y no te dé pena. Cuida tu casa y deja la ajena.

martes, 12 de noviembre de 2013

El "Tabarro"



Tuve el placer de pasar dos veranos en las Hurdes. Compartir la vida juntamente con mis compañeros en medio de la apacible, acogedora, generosa e inteligente población de la alquería de El Castillo nos sirvió para abrir en nuestra vida un precioso horizonte de grandeza.
Al final de la mañana íbamos a una de las pequeñas presas del río Esperabán para refrescar nuestra fatiga. Aquel rato en el agua era ideal. Menos los “tabarros”. Bueno, “tabarro” llaman allí a los tábanos. Se lanzan a 30 kilómetros por hora contra las espaldas húmedas de los bañistas en busca de sangre que necesitan, - ¡pobrecitas las tabarras! - (los machos se alimentan de néctar y polen al anochecer) para formar sus huevos.
¿Se han dado ustedes cuenta de que vivimos un momento excepcional de nuestra noble historia en la que proliferan los “tabarros”? El 90 por ciento o el 95 o más (o un poquito menos) de las noticias, de las conversaciones, de las tertulias, de los panfletos de los “medios”, de los comentarios, de las llamadas a abrir los ojos, a conocer “toda la verdad”, a hurgar en la vida de los otros… es un ejercicio incansable de remover basuras, reabrir heridas, infectar llagas, perniquebrar a cojos. Parece como si los responsables de los ventiladores de la sordidez humana hubiesen seleccionado a expertos tábanos de la noticia con la intención de poder vender más y al mismo tiempo envenenar más y más profundamente la vida y la convivencia. Y peor es que existan bebedores de ese jugo, comedores de esa deyección que estimulan la propagación del producto. 
Nos hartamos de proclamar la democracia, de presumir de demócratas, de insultar a los herederos de sistemas totalitarios y no nos damos cuenta de que con ello estamos ejerciendo la más ridícula forma de dictadura. ¿Será posible que los que vienen detrás de nosotros aprendan a vivir en plenitud y a dejar vivir a los demás del mismo modo?   

miércoles, 6 de noviembre de 2013

Beati Hispani.



No se sabe (ni hace falta saber) de quién salió la frase Beati hispani quibus vivere bibere est (Dichosos los españoles para quienes vivir es beber). No es ciertamente de Cicerón, de Antonio o Craso, de Hortensio o de Molón de Rodas. Ni siquiera de Catilina. Vino (no de beber sino de venir) bastante más tarde cuando los romanos (y los galos y los germanos… a los que obligaron a ser también romanos) sufrían porque los españoles no distinguían en la pronunciación latina entre la V y la B. Nos sigue pasando a muchos. La frase tiene mucho de filosofía práctica, además de crítica. O de envidia.
Entre los objetos que se contemplan en el Museo Monográfico de la Villa romana de La Olmeda (ya sabes: Saldaña-Palencia) hay uno (¿una lámpara?) en el que se proclama (con faltas de ortografía) que para estar alegre, para vivir, para ser feliz (¿) hace falta beber: VINARI - LETARI. Pero no siempre. Ni para todo ni para todos. Ni en igualdad de exigencia. Porque hay quien está triste aun bebiendo mucho. Y quien es feliz sin vino, sin el aturdimiento de la juerga.
Porque, llevando las cosas a términos más anchos, es verdad que a veces sucumbimos a la tentación de olvidar que la vida, el vivir, encierra y ofrece un inmenso tesoro del gozo que da trabajar, construir, ordenar, servir, amar, dar la vida por quien se ama. O por un desconocido que la necesita. “No hay mayor amor que el del que da la vida por un amigo”. Esta frase encierra el mensaje del Maestro en amor, vida y felicidad que nos dice en cada paso de la vida dónde está la grandeza de nuestros actos.
El grano que se encierra en sí y se guarda queda estéril. La juerga, es decir la “huelga”, el no hacer nada, esperar que me den, exigir que me den la “sopa boba” me hace ser un parásito de los demás. Contempla tu entorno familiar, social, político, laboral… Comprender que “el otro es (soy) yo mismo” me hace amar hasta morir por él.

viernes, 1 de noviembre de 2013

Phytopepitas.



¿De dónde venía el oro que se detectó en las diferentes partes de los eucaliptos que crecían sobre un yacimiento de oro en el occidente de Australia? Los investigadores de la Commonwealth Scientific and Industrial Research Organisation desecharon la teoría de que se trataba de partículas llevadas desde vaya usted a saber dónde por el viento y adheridas al árbol. Y se les encendió una lucecita, que se hizo certeza, cuando comprobaron que los árboles que crecían unos 30 metros por encima de la mina de oro abandonada tenían 20 veces más oro en las hojas que los que crecían a 800 metros. Las partículas son escasas y pequeñas, no vayan ustedes a creer, de modo que las más grandes, las phytopepitas (así las llamaron), se andaban por los 8 micrómetros de diámetro; como si dijésemos la mitad del espesor de un cabello humano fino. La conclusión fue que las raíces, que llegan hasta el yacimiento abandonado, absorben el oro del subsuelo y lo trasportan hasta las partes aéreas de la planta. A nadie se le ha ocurrido aprovechar ese oro. La proporción es de ochenta milmillonésimas de la masa arbórea. Y cualquier procedimiento para extraer el metal supondría una agresión destructiva de la vegetación. Pero sí puede servir para detectar la presencia de depósitos del metal debajo del lugar donde crecen árboles con esa proporción.
Hasta aquí el hecho. A partir de aquí la reflexión. O las reflexiones. Cuando constatamos que la educación de nuestros muchachos, hijos o educandos, no es la que nos parece que debieran haber alcanzado a la edad que tienen, ¿no será porque carecen de capacidad de absorción? ¿O porque las relaciones padre-hijo, educador-educando hacen difícil la apropiación de valores? ¿O tal vez porque lo que ofrecemos y entregamos como alimento envenena lenta y sutilmente la planta que creemos estar cultivando? Un niño, y aún un joven, asimilan lo que se les ofrece como halagüeño, es decir lo que les parece que los convierte en un tipo que vale la pena. Pero ¿vale la pena lo que reciben de nosotros?, ¿lo que somos?

domingo, 27 de octubre de 2013

Luchadores.



Cuando tenía muy pocos años nuestro pequeño hombre entró de criado en una carbonería de su pueblo, perdido en la Mancha: escaso el jornal, mala la comida y un trato inhumano. Carbonería de las que hacen carbón y que no sólo lo venden. Y fraguaba, fraguaba…  la idea de huir de aquel negro rincón.

Hasta allí iban desde Madrid carboneros a buscar carbón. Uno de ellos, que se llamaba Juan, le trató con respeto y nuestro pequeño hombre le pregunto dónde vivía. El señor Juan le respondió que en la calle del Ave María. Y nuestro pequeño hombre al día siguiente solo, andando, con sesenta céntimos en el bolsillo, se encaminó hacia Madrid. Preguntó al llegar a un guardia dónde estaba la calle donde vivía un señor que se llamaba Juan, que era carbonero y que la calle tenía nombre de Semana Santa. El guardia lo miró con estima y se dedicaron a recorrer las calles con nombre de Semana Santa: Verónica, Amor de Dios, Válgame Dios, Desamparados… sin éxito. Pensó el guardia que tal vez se trataba de la del Ave María ¡y allí encontraron la carbonería del señor Juan que quedó pasmado cuando le oyó a nuestro hombre que había huido del pueblo para lograr un poco de luz para su vida!. Se quedó a trabajar en la carbonería de la calle del Ave María.

Los primeros ahorros y parte de los siguientes los invirtió en un silabario y una vela, después en un catón y más velas y aprendió, en la escuela nocturna de su cuartucho, a leer y a escribir.

Encontró la posibilidad de trabajar como listero en una obra y siguió con su escuela particular, abierta todas las noches donde él era maestro y al mismo tiempo, único alumno. Mientras tanto había pulido su persona y su presencia y entró en la casa del Marqués de… En ella tenía, entre otras misiones, la de acompañar al primogénito de la familia al Instituto. Pero por su cuenta se matriculó él también y empezó el bachillerato hasta que el marqués se enteró y le prohibió que asistiese a las clases con su hijo. Nuestro hombre se despidió de la casa.

Se colocó de oficinista, al mismo tiempo que completaba el Bachillerato al que siguieron los estudios de Derecho en la Universidad donde se doctoró. Más tarde cursó Filosofía y Letras y Ciencias Morales y Políticas. Fue Director General de Prisiones, Ministro de Justicia algunos meses y autor de varios tratados.

Como esto no es un cuento, sino la historia real de un hombre auténtico que él mismo relataba sencillamente, con naturalidad, sin dar importancia a nada que le pudiese servir de halago, llenando su conversación con las anécdotas y la descripción de los muchos lugares del mundo que había conocido, debe bastar, sin comentarios, para encender en todos el deseo de crecer.