jueves, 3 de octubre de 2013

Eithne Patricia Ní Bhraonáin (Enya)



Enya Brennan. O simplemente Enya. Nació hace unos 50 años en Gweedore (Irlanda), sexta de nueve hermanos de una familia abierta a la música. Le gustan los gatos, la música de Sergio Rachmaninof (supongo que, sobre todo, el concierto de piano número 2: por lo mucho que a mí me dice), el cine clásico, sobre todo Rebeca (ya sabéis: Alfred Hitchcock, Laurence Olivier, Joan Fontaine…). Vive en su castillo de Manderley (Dublín), es católica y su nombre lo lleva el asteroide 6433 de la serie MPC, que no es poco. No sabe nadar y no da conciertos. Algunas de sus composiciones son banda sonora de alguna película y tiene al menos dos premios Grammy y varias decenas de discos de platino, es decir un montón de millones de discos editados. Es doctora honoris causa por las universidades del Ulster (Irlanda del Norte) y de Galway de su país.
Todo esto y muchas más cosas de Enya ya las sabías, sin duda. Pero vale la pena prestar atención a lo que afirmaba en una declaración cuando apareció uno de sus álbumes (1988).
Nada -excepto la música- es relevante para mí y no es que me esté escondiendo o justificando; tal vez por ello no tengo novio ni pasatiempo alguno. Para crear la música que compongo todo debe ser dejado de lado para así concentrarme por completo y lograr la composición tal y como yo la quiero. Yo creo que tienes sólo una oportunidad de elegir tu vida y tu trabajo: eso es lo que yo decidí sobre todas las cosas en esta vida y esa fue la razón por la que nació Watermark.
Es tan claro lo que dice, y tan rotundo, que merece tenerlo presente como un modelo para nuestra propia vida. Y para el camino en el que acompañamos a los que queremos. Los que reciben de nosotros afecto, reflexión y ayuda, luz y estímulo. Distraerse es muy fácil. Pero vivir distraído es muy triste. Y dejar que nuestros hijos o nietos o discípulos no busquen más que distraerse puede hacerles llorar un día.

sábado, 28 de septiembre de 2013

Cada día...



Los organismos directamente implicados nos dicen que cada día mueren en el mundo 18.000 niños que no han cumplido cinco años. En 2012 murieron 6,6 millones, la mitad que en 1990, año en el que 12 millones de niños perdieron la vida. La mitad en 22 años. Algo es algo. La mayoría de estas muertes se pueden evitar: “necesitamos un mayor sentido de urgencia" nos hacen sentir.
Las causas más frecuentes de esos niños neumonía, prematuridad, asfixia, diarrea paludismo… Casi la mitad por desnutrición. La mitad de las muertes de menores de cinco años se producen en China, la India, Pakistán República Democrática del Congo y Nigeria.
El Secretario General de las Naciones Unidas propone:

  • Una Estrategia Mundial para la salud de la mujer y el niño: se deben salvar 16 millones de vidas antes de 2015.
  • Un Plan Mundial de Vacunas: difteria, tétanos, tos ferina y sarampión.
  • “Una promesa renovada” (¡a ver si, por fin…!): evitar que los niños mueran por causas que se puedan prevenir fácilmente.
  • Mejorar el acceso a antibióticos y sales de rehidratación.
  • Plan de Acción Mundial contra la neumonía y la diarrea.
  • Eliminar la nutrición deficiente.

¿Y yo? ¿Dónde me encuentro? Voy a buscar el modo de conocer, en general, esa realidad tan devastadora y, tal vez, tan lejana a mi vida. Intentaré poner mi corazón al ritmo de los que trabajan por atajarla: con su presencia cercana, con su vida, con su cariño, con su salud, con su esperanza…Trataré de descubrir la entidad, grupo, asociación, iniciativa… que me inspire confianza y que esté en algún lugar del mundo acortando la distancia entre mi bienestar y aquella desolación. Precisaré el modo de hacerme solidario con ella: ofreciéndome personalmente, haciéndome portavoz de su intento y su trabajo, despertando en otros esa misma inquietud, colaborando en actuaciones de aquí que alivian los problemas de allí, inventando modos de reunir dinero para aportarlo donde haga falta...

lunes, 23 de septiembre de 2013

Jardines Butchart



El canadiense Robert Pim Butchart (1856-1943), dedicado a la industria familiar y después a la química, se casó en 1884 con Jennie Foster Kennedy, viajera y soñadora. En su viaje de novios a Inglaterra aprendió allí el proceso de fabricación del cemento Portland, inventado por Joseph Aspdin unos años antes. Y lo llevó a Canadá. Con su hermano David y en la isla de Vancouver trabajó en ello a partir de 1902, introduciendo modos de hacer y envasar (sacos en vez de barriles, por ejemplo) que se mantienen hoy.
La soñadora Jennie pensó que podía disimular la aridez del creciente foso que iba dejando la extracción de la piedra caliza con unos arbustos y arriates con flores. Y lo hizo de modo que en 1921 se completó la conversión de la cantera, ya abandonada como tal, en un jardín de 22 hectáreas de árboles, plantas y flores, con la casa familiar “Benvenuto”, en la que ofrecía una taza de te a los visitantes (en 1915 las tazas fueron 18.000).
Hoy su tataranieto Bernabé Butchart Clarke, secundado por 240 empleados (50 jardineros) atiende a los millones de turistas que visitan al año el precioso conjunto y todos sus elementos: el jardín japonés (el primero, ¡el de Jennie!), el jardín hundido, el de los rosales (250 variedades), el mediterráneo y el italiano; con 5.000 variedades de árboles, arbustos y otras plantas que se renuevan cada año en cantidades impensables.
¡A la obra! ¿A qué obra? A la de nuestra vida. La de Jennie se volcó en llenar su mundo, abierto a todos, de belleza. Pero su entrega supuso imaginación, decisión, valentía, constancia, ilusión, generosidad. Todos nosotros hemos recibido un “talento” del que al final daremos cuentas. ¿En qué lo estamos negociando? ¿En descansar, en pedir, en exigir, en atacar, en criticar? A lo peor de ahí no sacamos nada en limpio. Salvo la disculpa, inútil para la empresa que se nos ha encomendado, de que también se construye juzgando y condenando.
Y además, y sobre todo: ¿De verdad que estoy seguro de que voy dejando como rastro de mi personalidad el buen olor de la bondad, de la acogida, de la humildad, de la paciencia, de la magnanimidad, de la generosidad, del aprecio sincero, de la ayuda gratuita, de la entrega de mí mismo?    

miércoles, 18 de septiembre de 2013

Salticus scenicus.



Esta noche he vuelto a ver en mi ventana un alguacilillo. No me importa que otros lo llamen araña cebra y que Carl Alexander Clerck le diese el nombre, justa e indudablemente circense, en su Svenska spindlar (Arañas de Suecia) en 1757, de Salticus scenicus. Porque yo le seguiré llamando como cuando, siendo niño, trabé amistad con él. Aunque confieso que, a simple vista, por buena que fuese mi vista de entonces, no supe bien cómo es: cuerpo pequeño y negro, seis milímetros más o menos,  con rayas blancas; cortas y potentes patas que le permiten saltar (de ahí su nombre); y ocho espantables ojos, de los que cuatro, los de la fachada de delante, se ven bien en la foto que me dejó y que os dejo ver con mucho gusto. 
Es una araña. Pero un poco especial. La seda que produce, como toda honrada y laboriosa araña, la dedica a asirse al lugar del que salta cuando le va bien para su estrategia de cazador. Es decir, es altamente ahorrador. Y (¡esto es lo importante!) caza moscas de un salto.
Como ahora hay menos moscas, hay también menos alguacilillos. Si encontráis alguno, respetadlo por el bien a la humanidad que practican. Y si tenéis la habilidad de cogerlo, sin hacerle daño, podréis tenerlo un momento en la mano y saludarle atentamente. Es inofensivo.
Y ahora la reflexión para nuestra mochila. Hay arañas que hacen telas preciosas y enormes, presumen de artistas, gastan inútilmente su preciosa y pegagosa seda y después no dan golpe. Tienen habilidad de tejedoras, pero despilfarran en tejer toda su riqueza y caen fácilmente en crisis de depre, carestía y de paro. No dan golpe. Manchan los rincones de los altillos. Su vida es la espera en la solitaria y aburrida nostalgia de un turismo que no pueden hacer. El alguacilillo recorre el mundo en busca de presas. Hace una vida atlética y sana. Nos libra de moscas y se despide sin dejar vestigios de su fugaz presencia.
Así los hombres. Y las mujeres.

viernes, 13 de septiembre de 2013

Náyades.



Las Náyades eran, en la mitología griega, ninfas de las aguas dulces. Sus primas, las Oceánides, lo eran de las saladas; y las Nereidas, del Mediterráneo.
Diana Nyad nació como Diana Sneed. Murió su padre cuando Diana tenía tres años. Y Aristóteles Nyad, el nuevo marido de Lucy Curtis, la mamá de Diana, adoptó a la niña y le dijo más o menos: “En adelante serás una Nyad”. Es decir, una Náyade (léase Nyad en Inglés, please). Como sabes muchas cosas sobre Diana Nyad, mi querido amigo lector, yo subrayo sólo algunas para pasar después a una ajena moraleja.   
Diana, licenciada en lenguas modernas (Lake Forest College 1973: Inglés y Francés), escritora (tres libros), conferenciante, colaboradora en programas de radio… ¡y nadadora desde niña! En su autobiografía, escrita en 1978, el mismo año en que intentó por primera vez nadar desde Cuba a Florida, decía aproximadamente lo siguiente: «Para mí un maratón de natación es como una batalla por la supervivencia contra un enemigo brutal - el mar - y la única victoria posible es "tocar la otra orilla”».
Estableció un récord mundial femenino de 4 horas y 22 minutos en su primera carrera (16 km) en el lago Ontario en julio de 1970. En 1974 logró el récord de la mujer de 8 horas y 11 minutos (35 km). Al año siguiente nadó 45 km en menos de 8 horas. En 1979 estableció un récord mundial de natación de fondo (hombres y mujeres) en aguas abiertas al nadar 164 kilómetros desde las Bahamas hasta Florida en 27 horas y media.  Y sigue…
Desde 1978 intentó nadar desde Cuba hasta Florida (1978, 2010, 2011, 2012), pero las corrientes, las medusas, crisis de fuerza, el asma… se lo impidieron. Por fin desde la  mañana del 31 de agosto de 2013 hasta las 13:55 del 2 de septiembre de 2013, después de 53 horas, había nadado 177 kilómetros desde La Habana hasta Key West (Florida). ¡Con 64 años! Y comentaba: «Una vez que cumplí 60 años quería darme a mí misma alguna lección de vida: y una de esas lecciones supone no rendirse».
“Tocar la otra orilla”. “No rendirse”. Las mujeres grandes y los hombres grandes lo han sido y lo son porque no se rinden. Porque se empeñan en llegar a la otra orilla. Cuántas veces y con cuánta facilidad y rapidez hacemos el duro ejercicio de dejar lo que cuesta. Conocí a una admirable mujer que ante los retos de la vida se decía a sí misma: “¡Como yo me ponga!”. Y se ponía. Y salía victoriosa.