Enya
Brennan. O simplemente Enya. Nació hace unos 50 años en Gweedore (Irlanda),
sexta de nueve hermanos de una familia abierta a la música. Le gustan los
gatos, la música de Sergio Rachmaninof (supongo que, sobre todo, el concierto
de piano número 2: por lo mucho que a mí me dice), el cine clásico, sobre todo Rebeca (ya sabéis: Alfred Hitchcock,
Laurence Olivier, Joan Fontaine…). Vive en su castillo de Manderley (Dublín),
es católica y su nombre lo lleva el asteroide 6433 de la serie MPC, que no es
poco. No sabe nadar y no da conciertos. Algunas de sus composiciones son banda
sonora de alguna película y tiene al menos dos premios Grammy y varias decenas de discos de platino, es decir un montón de
millones de discos editados. Es doctora honoris
causa por las universidades del Ulster (Irlanda del Norte) y de Galway de
su país.
Todo esto
y muchas más cosas de Enya ya las sabías, sin duda. Pero vale la pena prestar
atención a lo que afirmaba en una declaración cuando apareció uno de sus
álbumes (1988).
Nada -excepto la música- es relevante para
mí y no es que me esté escondiendo o justificando; tal vez por ello no tengo
novio ni pasatiempo alguno. Para crear la música que compongo todo debe ser
dejado de lado para así concentrarme por completo y lograr la composición tal y
como yo la quiero. Yo creo que tienes sólo una oportunidad de elegir tu vida y
tu trabajo: eso es lo que yo decidí sobre todas las cosas en esta vida y esa
fue la razón por la que nació Watermark.
Es tan
claro lo que dice, y tan rotundo, que merece tenerlo presente como un modelo
para nuestra propia vida. Y para el camino en el que acompañamos a los que
queremos. Los que reciben de nosotros afecto, reflexión y ayuda, luz y
estímulo. Distraerse es muy fácil. Pero vivir distraído es muy triste. Y dejar
que nuestros hijos o nietos o discípulos no busquen más que distraerse puede
hacerles llorar un día.
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