miércoles, 18 de septiembre de 2013

Salticus scenicus.



Esta noche he vuelto a ver en mi ventana un alguacilillo. No me importa que otros lo llamen araña cebra y que Carl Alexander Clerck le diese el nombre, justa e indudablemente circense, en su Svenska spindlar (Arañas de Suecia) en 1757, de Salticus scenicus. Porque yo le seguiré llamando como cuando, siendo niño, trabé amistad con él. Aunque confieso que, a simple vista, por buena que fuese mi vista de entonces, no supe bien cómo es: cuerpo pequeño y negro, seis milímetros más o menos,  con rayas blancas; cortas y potentes patas que le permiten saltar (de ahí su nombre); y ocho espantables ojos, de los que cuatro, los de la fachada de delante, se ven bien en la foto que me dejó y que os dejo ver con mucho gusto. 
Es una araña. Pero un poco especial. La seda que produce, como toda honrada y laboriosa araña, la dedica a asirse al lugar del que salta cuando le va bien para su estrategia de cazador. Es decir, es altamente ahorrador. Y (¡esto es lo importante!) caza moscas de un salto.
Como ahora hay menos moscas, hay también menos alguacilillos. Si encontráis alguno, respetadlo por el bien a la humanidad que practican. Y si tenéis la habilidad de cogerlo, sin hacerle daño, podréis tenerlo un momento en la mano y saludarle atentamente. Es inofensivo.
Y ahora la reflexión para nuestra mochila. Hay arañas que hacen telas preciosas y enormes, presumen de artistas, gastan inútilmente su preciosa y pegagosa seda y después no dan golpe. Tienen habilidad de tejedoras, pero despilfarran en tejer toda su riqueza y caen fácilmente en crisis de depre, carestía y de paro. No dan golpe. Manchan los rincones de los altillos. Su vida es la espera en la solitaria y aburrida nostalgia de un turismo que no pueden hacer. El alguacilillo recorre el mundo en busca de presas. Hace una vida atlética y sana. Nos libra de moscas y se despide sin dejar vestigios de su fugaz presencia.
Así los hombres. Y las mujeres.

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