lunes, 12 de diciembre de 2011

Navidad, según Sartre.


El filósofo Jean-Paul Sartre pareció profesar la idea de que el desprecio de Dios era la condición para que el hombre pudiese ser libre. Su infancia, llena de relaciones extrañas con uno de sus abuelos y la muerte del padre cuando Sartre tenía dos años (“Fue el gran acontecimiento de mi vida: hizo que mi madre volviera a sus cadenas y a mí me dio la libertad”, escribió recordando la tiniebla de su infancia) le marcó para toda su vida en la que se presentó siempre como ateo. Pero…
Pero el año 1940 (tenía 35 años) se encontraba en un campo de concentración alemán en Tréveris. Compartía rancho y vida con un grupo de sacerdotes en el Barracón 12D. Se ofreció para escribir una obra de teatro para Navidad. Y, en efecto, Barioná, el hijo del trueno se representó aquella Navidad. Barioná quería acabar con la estirpe judía para que Roma no tuviese donde clavar su cáliga. El viejo mago Baltasar le convence de su insania. Le ve triste y sin esperanza y le hace ver que “esté donde esté un hombre… está siempre en otra parte”.  
El Narrador, ciego, que va presentando las escenas sobre el cartelón de su relato de imágenes, dice al llegar al portal de Belén:  
... yo os diré cómo los veo dentro de mí.
La Virgen está pálida y mira al niño. Lo que habría que pintar en su cara sería un gesto de asombro lleno de ansiedad que sólo ha aparecido una vez en un rostro humano. Porque Cristo es su hijo, carne de su carne y fruto de sus entrañas. Lo ha llevado en su seno durante nueve meses; darle el pecho y su propia leche es hacer sangre de Dios.
En algunos momentos, es muy fuerte la tentación de olvidar que él es Dios. Le estrecha en sus brazos y le dice: ¡Hijito mío!
“Pero otras veces se queda sin habla y piensa: Dios está ahí. Y la atenaza un temor reverencial ante este Dios mudo,  ante este niño que infunde respeto.
 Porque todas las madres se han visto así alguna vez,  ante el fragmento rebelde de su carne que es su hijo  y se sienten como extrañas ante esa vida nueva que han hecho con su vida,  pero en la que habitan pensamientos ajenos.
Pero ningún hijo ha sido arrancado tan cruel y tan radicalmente como éste: porque Él es Dios y sobrepasa por todas partes lo que ella hubiera podido imaginar.  Y es una dura prueba para una madre tener vergüenza de sí y de su condición humana delante de su hijo.
Aunque yo pienso que hay también otros momentos, rápidos y fugaces,  en los que ella siente, a la vez, que Cristo es su hijo, es su pequeño, y es Dios.  Le mira y piensa: “Este Dios es mi niño. Esta carne divina es mi carne. Está hecha de mí. Tiene mis ojos y la forma de su boca es la de la mía. Se parece a mí. Es Dios y se parece a mí”.
“Y ninguna mujer, jamás, ha disfrutado así de su Dios, para ella sola. Un Dios muy pequeñito al que se puede estrechar entre los brazos y cubrir de besos. Un Dios calentito que sonríe y que respira; un Dios que se puede tocar; y que vive.
En uno de esos momentos es cuando yo pintaría a María, si fuera pintor. Y trataría de plasmar el aire de tierno y tímido atrevimiento con que ella acerca el dedo para tocar la dulce y suave piel de este niño-Dios cuyo peso tibio siente sobre sus rodillas y que le sonríe.
Eso por lo que se refiere a Jesús y  a la Virgen María.
¿Y a José? A José no le pintaría. Plasmaría sólo una sombra, al fondo del establo, y dos ojos brillantes. Porque no sabría qué decir de José y José no sabe qué decir de sí mismo.
Está en adoración y está feliz de adorar y se siente allí un poco extraño. Creo que sufre sin confesarlo. Sufre porque ve cuánto se parece a Dios la mujer que ama y hasta qué punto está ya del lado de Dios.
Porque Dios ha explotado como una bomba en la intimidad de esta familia. José y María están separados para siempre por este incendio de claridad. Y toda la vida de José, imagino, será aprender a aceptar”.

viernes, 9 de diciembre de 2011

Infancia.


Charles Pierre Baudelaire (1821-1867), el llamado poeta maldito, llenó sus atormentados 46 años de tristeza, de sed de amor y belleza, de conflictos interiores y con todos, de droga y disolución. Jules Barbey d’Aurevilly, que le conocía bien y le admiraba por la profundidad de su corazón vertida dolorosamente en la poesía, le llamó Dante de la decadencia. Su padrastro, desde que Charles tenía seis años, Jacques Aupick, al que Charles siempre odió, le mantuvo lejos del calor del hogar en el Colegio Real de Lyon, primero, y en el Luis el Grande, de donde le expulsaron.
A su madre le escribía con alma de niño abandonado y actitud de viejo resentido: « Ha habido en mi infancia una época de amor apasionado por ti… Este fue para mí el buen tiempo de las ternuras maternales. Perdóname por llamar “buen tiempo” a aquel que fue, sin duda, tan malo para ti. Pero yo viví siempre en ti; tú existías sólo para mí. Tú eras el mismo tiempo mi ídolo, mi camarada…
Más tarde, tú sabes qué atroz educación me quiso dar tu marido; ya tengo 40 años y, sin embargo, no pienso en los colegios sin dolor, así como en el miedo que mi padrastro me inspiraba… Golpes (se refiere al colegio de Lyon: ¡tenía 9 años!), luchas con los profesores y los camaradas, abrumadoras melancolías… Siendo niño han poseído mi corazón dos sentimientos contradictorios: el horror a la vida y el éxtasis de la vida».
Es terrible pensar en una persona que vive su vida de tropiezo en tropiezo por haber crecido como describía en uno de su poemas: « … el cielo cuadrado de las soledades,/en que el niño bebe diez años la áspera leche de los estudios».
La cuna marca el camino de cada persona. No sólo la de la sangre del padre y la del seno materno. Tal vez mucho más el aire que se respira alrededor de la vida de infante, el calor con que se siente arropado el adolescente en esos años “terribles”: para él y para sus padres, pero decisivos y dichosos para la maduración y asentamiento de su personalidad; que tanto pesan, tanto duran y tanto permiten ver al final (si se ha sabido gestionar bien ese proceso de crisálida) una flor madura y dispuesta a convertirse en un fruto exquisito.
¡Cuántas veces la violencia que se derrama por la historia, por las calles y dentro de las familias se gestó o con el abandono de lo más precioso en la vida de una persona, la ternura, o con el abuso de la ternura como complacencia y debilitamiento de la entereza!     

martes, 6 de diciembre de 2011

Felipe Rinaldi, 3er Sucesor de D. Bosco.


Ayer celebrábamos la fiesta de D. Rinaldi. Fue el tercer sucesor de Don Bosco como Rector Mayor (1922-1931) de la Congregación salesiana y Padre de la familia de Don Bosco. Es beato desde 1990.
España salesiana le debe mucho ya que desde 1889 hasta 1901 volcó su pasión por el Reino de Dios, primero como director de Barcelona-Sarriá y desde 1892 como inspector durante nueve fecundos años con 19 nuevas obras.
Alentó la vida espiritual de las Hijas de María Auxiliadora y fundó la institución que ahora son las Voluntarias de Don Bosco, Instituto secular.  
En cuanto a los Antiguos Alumnos, estructuró nuestras organizaciones a partir de 1906, lanzó la idea en 1909 de una Confederación internacional; presidió el Primer Congreso Internacional en 1911; alentó en ese Congreso la propuesta de que los antiguos alumnos erigiesen un monumento de agradecimiento a Don Bosco delante de la Basílica de María Auxiliadora; y asistió con gozo, como Prefecto General del entonces Rector Mayor don Pablo Albera, a su inauguración el 23 de mayo de 1920.
Tuvo siempre sobre los Antiguos Alumnos palabras de bondad, estima y atención, como las que dirigió a una asamblea de salesianos en 1926, siendo Rector Mayor: “Algunos creen que la organización de AA.AA. es algo inútil y la descuidan. Les recordaría  que los AAAA son el fruto de nuestras fatigas… trabajamos para hacerlos buenos cristianos. Por este motivo la Organización es obra de perseverancia… nos hemos sacrificado por ellos; no podemos perder nuestro sacrificio”.
Palabras que son eco de las preciosas para nosotros que le escribía años antes a un salesiano enviado en 1907 a España: “Cuida mucho a los antiguos alumnos: son nuestra corona; o, si prefieres, nuestra misma razón de existir, porque, al ser una Congregación educativa, es evidente que no formamos para el colegio, sino para la vida. Ahora bien, la verdadera vida, la vida real, para ellos comienza cuando salen de nuestras casas”.
Podemos terminar este recuerdo con una oración:
Señor: danos el impulso de tu Espíritu para que seamos fieles al proyecto que tienes sobre nosotros cuando nos acogiste en la escuela de Don Bosco.  

domingo, 4 de diciembre de 2011

Navigare necesse est.

Restos de una coca de la Liga
Escribió el griego Mestrio Plutarco en la biografía de Cneo Pompeyo el Grande (que tanto tuvo con César y tanto contra el mismo) que en uno de sus viajes a Roma, para animar a los marineros que se negaban a navegar por el aterrador estado del mar, les gritó que navigare necesse est, vivere non necesse est. Avivó en ellos con esas palabras tan fáciles de traducir, que el duro oficio del deber está por encima de cualquier miedo, de cualquier amenaza, de cualquier suerte.
A partir del siglo XII se fue consolidando (hasta el XVI en que se acabó de disolver) una federación o Hansa de ciudades del norte de Alemania, Países Bajos, Escandinavia, Inglaterra, Polonia, Finlandia, Dinamarca… que comerciaban entre sus puertos con madera, ámbar, cera, tejidos, ropa, resinas, centeno y trigo, pieles y lino y se defendían de la piratería que siempre ha existido. Llegaron a tener una red intensa de oficinas y puertos, de astilleros y  mercados, de almacenes y de apoyo de reyes y grandes.
Como el comercio era su vida y no podían quedarse a resguardo en el puerto cuando la mar rugía, les pareció bien adoptar también el viejo lema de Pompeyo, de modo que la llamada Liga Hanseática llegó a ser una grandiosa “empresa” marinera, atrevida y valiente, ejemplo de personas, sociedades mote  y naciones. 
No puede sernos ajeno ese mote. Porque nuestro deber de vivir con dignidad está por encima de todo lo que envilece nuestra condición: el egoísmo, el miedo, la reserva, la cobardía, la comodidad, la vagancia, el individualismo, el abandono.
Plutarco cuenta también el comienzo de la extraordinaria capacidad oratoria de Demóstenes, proverbial entre nosotros. Vivió en Grecia en el siglo IV. Era hijo de un acaudalado fabricante de armas. Quedó huérfano de padre a los 7 años y esto motivó, tal vez, que fuese mimado y "maleducado" por su madre. A los 16 años oyó hablar a Calístrato y se decidió a ser orador (una vocación un poco rara para nosotros, a quienes no preocupa demasiado hablar bien o entrar en política). Tenía poca voz, tartamudeaba, le horrorizaba hablar en público. Entonces, aconsejado por el actor Sátiros, se hizo construir un escondite subterráneo, se afeitó media cabeza para obligarse a no presentarse en público (hoy habría salido igual) y se encerró hasta lograr lanzar un discurso con el que logró meter en la cárcel a sus tutores, que le habían expoliado. Se dedicó a la política, habló y hablo y habló contra Esparta, escribió discursos contra unos y otros y se convirtió en el que dicen el mejor de los oradores.
No puede haber nada que nos detenga en la búsqueda de nuestra excelencia. Pero menos que nada nuestro propio adocenado yo.

viernes, 2 de diciembre de 2011

La Vuelta.


Es seguro que todos hemos juzgado, comentado, lamentado y, hasta puede ser que condenado, la desagradable desaventura, hace unas semanas, de seiscientos pasajeros de una compañía aérea. Es de las que llaman low-cost, pero se nos ocurre que le va mejor el adjetivo de baratitas, es decir que cuestan menos. Iban desde la India hasta Inglaterra y en Viena tuvieron que pasar la gorra (es un modo de traducir del Alemán o del Inglés) hasta que cada uno de ellos apoquinó 130 esterlinas para pagar el combustible que necesitaban los cuatro aviones en que se trasladaban para llegar a casa, es decir, a Birmingham.
Al cabo de seis horas despegaron. Es decir, tuvieron tiempo de extrañarse por el hecho, más todavía por la exigencia de un suplemento. Tiempo para protestar,  negarse, tomar un café, ir al banco, seguir protestando, preguntar, beberse una tila y averiguar que el equivalente en euros de las 130 libras eran unos 150. Si se daban prisa en reunirlos. Porque el euro bajaba como un plomo y corrían el riesgo de que con tanto plomo por tanta bajada del euro, hubiese que añadir a las 130 libras unos centimitos, so pena de que los reactores no pudiesen elevarse.       
También a nosotros puede sugerirnos este percance alguna reflexión útil, por muy depreciada que sea. Si se nos ha dicho, con la transparencia de la Verdad, que no debemos emprender una guerra si sabemos que nuestros efectivos son inferiores a los del enemigo, o no tenemos pertrechos suficientes o la intendencia es lenta, si es que llega… Cuando sabemos, de la misma fuente de la Verdad, que no es sensato el que comienza a construir una casa sin saber si el dinero que tiene le llega para terminarla, ¿por qué emprender un viaje, desde la India a Inglaterra, o desde que nacemos hasta que morimos, sin la garantía de que podremos acabarlo bien, sin tropiezos “existenciales”, sin vacíos irrecuperables, sin desazones y lágrimas infecundas? ¿Por qué no programamos inteligente y amorosamente el camino que van a  hacer nuestros hijos, no para limpiarlo de dificultades, obstáculos y esfuerzos, sino para ayudarles en que se doten de acierto para diagnosticarlos, de sabiduría para enfocarlos, de  fortaleza y tesón para afrontarlos y convertirlos en resortes de maduración y mejora de la propia condición, de fortalecimiento y decisión?
Podemos, además, pensar (mientras recordamos a los viajeros que dejamos volando de Viena a Birmingham) que nos dieron un claro ejemplo de solidaridad y de sentido de una auténtica democracia. Qué difícil es que se pongan de acuerdo seiscientas personas en algo tan desagradable como recomponer un episodio de desaguisado empresarial. Pues lo hicieron. Qué admirable que seiscientas personas aceptasen la propuesta de un líder cuando lo que se les proponía era tan sinrazón como aquel planteamiento. Qué ejemplar que un grupo, una comunidad, un colectivo, una familia anteponga la consecución de un objetivo bueno, aunque difícil de aceptar, con tal de seguir el rumbo que  se habían prefijado: ¡Volver a casa!