¿De
dónde venía el oro que se detectó en las diferentes partes de los eucaliptos
que crecían sobre un yacimiento de oro en el occidente de Australia? Los
investigadores de la Commonwealth
Scientific and Industrial Research Organisation desecharon la teoría de que se trataba de partículas
llevadas desde vaya usted a saber dónde por el viento y adheridas al árbol. Y
se les encendió una lucecita, que se hizo certeza, cuando comprobaron que los
árboles que crecían unos 30 metros por encima de la mina de oro abandonada
tenían 20 veces más oro en las hojas que los que crecían a 800
metros. Las partículas son
escasas y pequeñas, no vayan ustedes a creer, de modo que las más grandes, las phytopepitas
(así las llamaron), se andaban por los 8 micrómetros de
diámetro; como si dijésemos la mitad del espesor de un cabello humano fino. La
conclusión fue que las raíces, que llegan hasta el yacimiento abandonado,
absorben el oro del subsuelo y lo trasportan hasta las partes aéreas de la
planta. A nadie se le ha ocurrido aprovechar ese oro. La proporción es de
ochenta milmillonésimas de la masa arbórea. Y cualquier procedimiento para
extraer el metal supondría una agresión destructiva de la vegetación. Pero sí
puede servir para detectar la presencia de depósitos del metal debajo del lugar
donde crecen árboles con esa proporción.
Hasta
aquí el hecho. A partir de aquí la reflexión. O las reflexiones. Cuando
constatamos que la educación de nuestros muchachos, hijos o educandos, no es la
que nos parece que debieran haber alcanzado a la edad que tienen, ¿no será
porque carecen de capacidad de absorción? ¿O porque las relaciones padre-hijo,
educador-educando hacen difícil la apropiación de valores? ¿O tal vez porque lo
que ofrecemos y entregamos como alimento envenena lenta y sutilmente la planta
que creemos estar cultivando? Un niño, y aún un joven, asimilan lo que se les
ofrece como halagüeño, es decir lo que les parece que los convierte en un tipo
que vale la pena. Pero ¿vale la pena lo que reciben de nosotros?, ¿lo que
somos?