Llama
la atención que personas sin medios económicos notables cultiven la belleza y
den relieve a algo que parece inútil. Fue el caso del propietario romano de una
villa no muy grande, el Oeste de Londres, en Boxford, hace cosa de veinte
siglos. En las recientes excavaciones con las que se buscaba disponer de
tierras, se encontraron un tesoro. Tesoro al menos arqueológico. Una pulsera
infantil, monedas, cerámica, una baldosa con la huella de un animal, un local
destinado posiblemente a troje, una pequeña piscina y un precioso mosaico de
seis metros de largo con figuras de la mitología griega.
Neil
Holbrook, experto arqueólogo y conocedor de las costumbres romanas, subraya la
grandeza de ánimo del propietario de la villa, empeñado en dotar a su propiedad
con tanta belleza.
Y
Anthony Beeson, por su parte, conocedor de los gustos, costumbres y
cultura romanas, supone que la figura
central del extraordinario mosaico es la de Belerofonte montado en Pegaso, el
caballo alado, matando por el aire a la Quimera, el monstruo amenazador, como
sabes. Otras figuras, también presentes, parecen ser Hércules, en lucha como
era su costumbre, Cupido, adornado con flores como era su costumbre, Telamón,
padre de Teucro, del que, sin duda, sabes ya todo.
Nuestra
reflexión ante estos hechos de crónica, pudiera abrirse a la historia que se
abre después de nosotros que somos educadores, formadores, forjadores de
personalidades. Y, si no los somos,
debiéramos serlo.
No
servimos para que se nos agradezca el servicio. No razonamos para que se
recuerde la grandeza de nuestra mente. No exigimos para dejar clavadas espinas,
o la memoria de nuestros juicios. La memoria que deseamos que se produzca no es
la de nuestro nombre o nuestros aciertos, sino la huella grabada en su
personalidad de honradez, generosidad, entusiasmo, optimismo, aprecio por la
vida, necesidad de regalarse, felicidad por sentirse capaces de hacer en sí
mismos y en su derredor un mundo más bello.