He sufrido hondamente
al encontrar, en algún rincón de tantos y tantos papeles como se nos ofrecen,
esta enternecedora fotografía antigua. Su pie dice: “Una abuela lleva a sus
nietos, sin saberlo, al interior de una cámara de gas en el campo de exterminio
de Auchswitz”. Seguramente la conoces, querido lector. Para mí era nueva.
Los hechos apuntados y
denunciados en la foto nos hacen volver, una vez más, la vista atrás y gritar
en nuestro interior, con lágrimas o con violencia, por tantos y tantos actos de
barbarie que han encanallado la historia de los hombres de todos los tiempos.
Parecería, por lógica y
por la imparable inercia de los días, que la vida es algo tan sagrado, tan
divino, tan por encima de cualquier forma de saña o de insensibilidad, que
nadie y nunca se atreviese a tocarla de ninguna forma. Y, sin embargo, a pesar
de esa lógica, tan débil según parece, es constante en la historia de todos los
tiempos y en todas las naciones, que haya quien ha creído y cree y seguirá
creyendo, por su alta autoestima que le hace sentirse capaz de gobernar los
astros, que el gobierno del mundo depende de su criterio y voluntad.
Cuando la familia es el
centro inviolable en el que brotan las vidas, como tesoros inigualables en la
historia de los hombres, entrar en ella, desgajarla, profanarla, aplastarla de
cualquier modo es hacer de lo más noble de lo existente un canibalismo
repulsivo que nos rebaja como seres humanos.
Porque en ninguna
cadena de la vida animal en cualquiera de sus manifestaciones, desde la más
suave en sus formas hasta la de bestias aparentemente feroces, se producen esas
aberraciones.
El
hombre, sí. Algunos, naturalmente: “Si soy capaz de segar la vida, lo hago. Me
demuestro que estoy por encima de todo y de todos”. Te demuestras, pobre
engendro, que estás podrido por dentro y que estás por debajo de cualquier
sentina humana que se pueda imaginar.