Algunos comentaristas de los altos hechos mundiales
comentaban que lo que se hizo en París
hace unas semanas, la conferencia sobre el clima, fue una indaba de los delegados de los 195 países que lo firmaron.
Una indaba,
sin duda lo sabes, es un corro, una conferencia de los izinDuna u hombres
principales de los pueblos zulúes y xhosa de Sudáfrica. Parece que en
idioma zulú el término indaba
equivale a nuestro “asunto”, “negocio”, “trato”. En una indaba, pues, se dice lo que se desea o
necesita, lo que se puede dar o transigir, lo que cae fuera de esa hipótesis de
concesión, lo que conviene ver como bien para todos. Y se concluye con la
decisión que satisfaga a más comparecientes.
Han contado en París los intereses conflictivos, como es natural. Pero se ha llegado a entender que todos los que habitan la Tierra y la queman o la desnaturalizan lanzando al aire humos de grandeza industrial o hundiendo en el suelo sus puyas venenosas comparten una parcela común. La Tierra, por grande que nos parezca, su cinturón ecuatorial no medirá nunca más de 40.042 kilómetros, como dicen los más exigentes; o 40.075, que es la medida de los más generosos. 5.830 es la distancia en kilómetros entre París y Nueva York, dicen los papeles. Bien poca distancia en realidad.
Necesitamos una indaba para poder convivir. Compartir el suelo que se pisa obliga a compartir en él muchas otras cosas. Una persona inteligente lo entiende y no pretende que el punto de partida y el de llegada de la convivencia sea mantener porque sí y obligar a los demás a que compartan la propia teoría social o política, el propio criterio sobre credos, el propio gusto sobre churros y jamones. No hay más camino que respetar lo que en los demás hay de no ofensivo, de no excluyente, de no intolerante, de no invasivo. Es decir, que el propio gusto no será nunca dogma, ni el propio dogma criterio de vida, ni el propio esquema vital eje de giro para todos.
La indaba de la familia y en la escuela se impone cuando no hay amor. Porque si hay amor no hace falta indaba. El amor hace fácil la inteligencia, es decir, la capacidad de leer dentro, de complacer, de dar y de darse. Pero parece que amar, es decir, ser inteligente, es tan difícil que no son muchos los que comparten la misma parcela sin pisarse.
Han contado en París los intereses conflictivos, como es natural. Pero se ha llegado a entender que todos los que habitan la Tierra y la queman o la desnaturalizan lanzando al aire humos de grandeza industrial o hundiendo en el suelo sus puyas venenosas comparten una parcela común. La Tierra, por grande que nos parezca, su cinturón ecuatorial no medirá nunca más de 40.042 kilómetros, como dicen los más exigentes; o 40.075, que es la medida de los más generosos. 5.830 es la distancia en kilómetros entre París y Nueva York, dicen los papeles. Bien poca distancia en realidad.
Necesitamos una indaba para poder convivir. Compartir el suelo que se pisa obliga a compartir en él muchas otras cosas. Una persona inteligente lo entiende y no pretende que el punto de partida y el de llegada de la convivencia sea mantener porque sí y obligar a los demás a que compartan la propia teoría social o política, el propio criterio sobre credos, el propio gusto sobre churros y jamones. No hay más camino que respetar lo que en los demás hay de no ofensivo, de no excluyente, de no intolerante, de no invasivo. Es decir, que el propio gusto no será nunca dogma, ni el propio dogma criterio de vida, ni el propio esquema vital eje de giro para todos.
La indaba de la familia y en la escuela se impone cuando no hay amor. Porque si hay amor no hace falta indaba. El amor hace fácil la inteligencia, es decir, la capacidad de leer dentro, de complacer, de dar y de darse. Pero parece que amar, es decir, ser inteligente, es tan difícil que no son muchos los que comparten la misma parcela sin pisarse.