Hasta
hace poco se podía escalar el Uluru. Ahora está prohibido. Lo conocen ustedes.
Es una formación de arenisca, de color rojizo a la puesta del Sol. El Uluṟu, que significa Madre Tierra, tiene para los Anangu, habitantes del centro de
Australia, naturaleza sagrada. William Christie Gosse (1842-1880), inglés
afincado, cuando tenía ocho años, con su familia en Australia, lo “descubrió”
en 1873. Lo escaló con su guía Jamran. Y lo llamó Ayers Rock. Fue un brindis, o algo así, al Primer Ministro de
Australia Meridional, Sir Henry Ayers, que gobernó desde Adelaida un inmenso
terrotorio durante casi todo el segundo medio siglo del XIX.
Yo creo
que Gosse cometió dos errores ante la roca: escalarla y darle nombre. Errores
perdonables, porque lo encontró allí tan solo y tan raro, que se dijo “Esta es la mía”. Y lo hubiese hecho con
más ganas si hubiese esperado un poco para saber que ese monolito, el segundo
en volumen del mundo, se hunde dos kilómetros y medio bajo tierra. Pero aun
así, hizo mal, pienso yo, en escalar los 348 metros de un lugar tan solemne y
tan sagrado y ponerle nombre cuando ya lo tenía. Y bien sonoro: Uluru.
Nos viene
bien recordar los errores de los demás, como los descritos, para aprender a
conducirnos mejor. Pensemos, por ejemplo, en la facilidad con que nos
apropiamos de una noticia, de un juicio, hasta de una sentencia que nos hemos
encontrado en una encrucijada de nuestros caminos. El derecho de autor nos
tiene sin cuidado. Ser el primero en airear algo que podemos presentar como
nuevo es un placer parecido al que comunica al mundo haber descubierto el
Océano Pacífico. ¡Si lo hizo hace cinco siglos Vasco Núñez de Balboa!
Y el otro
error, que también cometemos, es el de pisar sin permiso terrenos que no son
nuestros. “Meterse en camisa ajena” o “en camisa de once varas” no es nunca una
decisión acertada. La sabiduría de los siglos nos lo advierte: Madre e hija caben en una camisa. Suegra y
nuera ni dentro ni fuera. O también: Come
camote y no te dé pena. Cuida tu casa y deja la ajena.