Seguramente
Leonardito Altobelli nació en Troya, provincia de Foggia, en Italia, en años
muy briosos del fascismo, con muchas ganas de estudiar. No es frecuente que los
niños tengan esas ganas. Tienen otras muchas; y cuesta un imperio convencerles
de que lo que importa para abrirse paso en la vida no es meter goles, ni
volcarse en un iPod Mini, aunque sea con el número de serie repetido, colocarse… sino estudiar, sacar un
título, encontrar un trabajo, ganar unas oposiciones, en una palabra,
colocarse, colocarse de verdad. Pues Leonardo, no. Prefirió seguir andando,
subiendo las cuestas de la vida hasta el punto de que a sus 74 años (en
diciembre del año 2010) celebró su undécimo doctorado. Lo tenía ya en Arqueología,
Medicina, Derecho, Ciencias Políticas… ¡y así hasta once! Y es todavía médico
de cabecera de muchas personas que le confían su salud. Lo hizo saber la prensa
de esos días.
¿Y yo qué hago? ¿Y
mis hijos? ¿Tenemos algo de ese espíritu alpinista (¡con mesura, desde luego!)
que nos hace mirar hacia arriba con ilusión, con valentía, con la decisión de
que la cima sea nuestra?
Antes los niños
eran niños, después fueron nenes, ahora se han convertido (algunos, claro, ¡menos mal!) en ninis. Han perdido el sistema vertebral. Viven con el trasero
pegado a una silla o un sillón de ruedas, abriendo ventanas en su ordenador con
ayuda de sus esclavos buscadores, hurgando en todo lo que les parece
placentero, entablando amistades a oscuras para convencerse de que son
conquistadores del mundo y de los corazones. En vez de la inteligencia,
cultivan la fantasía alimentándola sólo con el humo de lo atractivo, de lo
inconsistente. Y se levantan ellos mismos de ese puente de mando de su Titanic
inconsistentes.
¿Y sus padres? A lo
mejor ya es tarde, y no hay más salida que resignarse. O desentenderse de ello
y que salga el sol por Antequera o por encima de las bardas de la pocilga más
cercana. Pero a lo que no hay derecho es a que haya padres que están a tiempo de educar, es decir, de conducir que
es la tarea más noble, más rentable, más difícil de la paternidad. ¡Y de la
maternidad, naturalmente! Y no se enteran de que deben hacerlo. O no se
preocupan de educarse a sí mismos para saber, para poder hacerlo. Y se
desentienden también. Para ellos el futuro es un premio de la lotería: A lo
mejor me toca.
No se puede llegar tarde y, en vez de
educarlos desde su nacimiento, esperar a que los hijos se conviertan en un
grano que ha salido por accidente y casi, casi, lo único que se desea es que
desaparezcan. Y no es así. Ese grano es el acné, síntoma de que la pubertad
está abriéndose a una espléndida floración, insegura sí, aunque lo disimulan,
pero rica con toda la riqueza de un bello fruto adolescente.