domingo, 18 de diciembre de 2011

Proserpina.


Lago de Atecina Turibrigense Proserpina
Como todos sabéis a Proserpina, romana, la habían llamado antes y la seguían llamando en Grecia Perséfone o (para ir más de acuerdo con la carga del acento griego) Persefón. Era hija de Zeus y de Deméter. Aunque gentes más cercanas al mar decían, por si acaso, que de Poseidón, dios del mar, y de Deméter. Y aún otros que de Zeus y Stix, que dio nombre al río en el que sumergieron a Aquiles (menos el talón) para hacerlo invulnerable. A falta de su DNI, los habitantes de nuestras tierras de adentro, embebidos de lengua y cultura celta, la llamaban también Atecina, según consta en inscripciones romanas de hace veinte siglos más o menos.
De modo que un paisano de los campos que muchos años más tarde se llamaron de Badajoz (también de estirpe romana), recurrió a ella en busca de justicia. Veamos: No hace mucho tiempo se descubrió cerca del lago que daba agua a la entonces capital veterana, Mérida, a través del airoso acueducto que hoy llaman ”puente de los milagros”, una lápida que sigue clamando con estas palabras en una muy fiel traducción a nuestra lengua: 
   
Diosa Ataecina Turibrigense Proserpina, por tu majestad te ruego, te suplico que
vengues el robo que me ha hecho quienquiera que sea que me hurtó, afanó o me sisó 
estas cosas que escribo aquí abajo: 
seis túnicas, dos capas de lino, una camisa, de la que....... ignoro.......

Seguramente nos hace sonreír la ingenuidad del autor desconocido de ese ruego y súplica a la majestad poderosa de Atecina. Pero ¿se nos ha ocurrido que con más frecuencia de la que confesamos y con más intensidad de lo que los casos justificarían, también nosotros caemos en la misma hueca, casi infantil esperanza de que la señora de las aguas (era hija de Poseidón) nos resuelva los problemas que en la vida se nos plantean? ¡Cuántas veces echamos la culpa a ”otro”, no sabemos quién, de las consecuencias de nuestra vagancia, de nuestras distracciones tal vez mayúsculas, de nuestro suponer que no sucediese, pero sucedió, lo que no quisimos prevenir ni eliminar!
Y si esto tiene importancia en la propia vida es mucho más trascendente cuando se trata de la vida, del crecimiento, de la maduración de los que se nos confía, en primer lugar de los hijos. No podemos acudir a quien no va a respondernos cuando los hemos dejado perderse, los hemos abandonado a su exclusiva propia iniciativa cuando todavía no tenían edad para trazar una iniciativa acertada. Si han perdido el rumbo debemos pensar que lo mismo nos ha sucedido antes a nosotros, porque no hemos sabido ser para nosotros primero y para ellos también buenos pilotos. ¡Que Proserpina no nos contemple braceando infructuosamente en medio de las olas porque hemos perdido el barco o porque nos lanzamos a navegar sin más defensa que el traje de baño!

jueves, 15 de diciembre de 2011

El árbol de la Vida.


Sería pobre que el árbol de Navidad quedase en puro adorno en nuestras casas. Y sería rico que fuese fuente de sugerencias para nuestro espíritu. Se dan diferentes explicaciones sobre su origen y naturaleza: como la veneración del árbol venerado por los Druidas de Europa central que los cristianos tomaron para celebrar el nacimiento de Cristo siguiendo a San Bonifacio en el siglo VIII; él lo adornó con manzanas y velas precursoras de los adornos que hoy se usan.
Se difundió por la Europa más “moderna” casi mil años más tarde y parece que llegó a España a mitad del siglo XIX.
Evocan el árbol del Paraíso cuyo fruto provocó la soberbia del hombre en sus orígenes. Recuerda el árbol en el que Cristo dio la vida para que todos los hombres la tengan en abundancia y para siempre.
En Steyr, ciudad del norte de Austria, hay un árbol sorprendente. Es el altar de la iglesia del Niño Jesús. Se cuenta que en 1694 llegó a la ciudad un campanero nuevo, enfermo de epilepsia. Era un verdadero amigo del Niño Jesús. Y en un hueco de la corteza de un abeto puso una Sagrada Familia en cuya contemplación encontraba alivio para su mal. Oyó que se atribuía a una imagen del Niño Jesús la curación de una monja paralítica y él puso una copia de cera de aquella imagen en el hueco del árbol. Empezó a sentirse curado y comenzaron las peregrinaciones hasta el Niño Jesús del árbol.
Se construyó una iglesia alrededor de aquel árbol privilegiado, porque sobre él descansan el altar y el sagrario. Y sigue abrazando al Niño Jesús de cera que bendice a los hombres y los inunda con su luz.
¡Ojala el árbol de Navidad, el árbol de la Vida fuese en cada casa, en cada plaza, en cada ciudad en que se levante un foco que irradie amor y paz, los dones que Jesús nos regala al regalarse a sí mismo!

lunes, 12 de diciembre de 2011

Navidad, según Sartre.


El filósofo Jean-Paul Sartre pareció profesar la idea de que el desprecio de Dios era la condición para que el hombre pudiese ser libre. Su infancia, llena de relaciones extrañas con uno de sus abuelos y la muerte del padre cuando Sartre tenía dos años (“Fue el gran acontecimiento de mi vida: hizo que mi madre volviera a sus cadenas y a mí me dio la libertad”, escribió recordando la tiniebla de su infancia) le marcó para toda su vida en la que se presentó siempre como ateo. Pero…
Pero el año 1940 (tenía 35 años) se encontraba en un campo de concentración alemán en Tréveris. Compartía rancho y vida con un grupo de sacerdotes en el Barracón 12D. Se ofreció para escribir una obra de teatro para Navidad. Y, en efecto, Barioná, el hijo del trueno se representó aquella Navidad. Barioná quería acabar con la estirpe judía para que Roma no tuviese donde clavar su cáliga. El viejo mago Baltasar le convence de su insania. Le ve triste y sin esperanza y le hace ver que “esté donde esté un hombre… está siempre en otra parte”.  
El Narrador, ciego, que va presentando las escenas sobre el cartelón de su relato de imágenes, dice al llegar al portal de Belén:  
... yo os diré cómo los veo dentro de mí.
La Virgen está pálida y mira al niño. Lo que habría que pintar en su cara sería un gesto de asombro lleno de ansiedad que sólo ha aparecido una vez en un rostro humano. Porque Cristo es su hijo, carne de su carne y fruto de sus entrañas. Lo ha llevado en su seno durante nueve meses; darle el pecho y su propia leche es hacer sangre de Dios.
En algunos momentos, es muy fuerte la tentación de olvidar que él es Dios. Le estrecha en sus brazos y le dice: ¡Hijito mío!
“Pero otras veces se queda sin habla y piensa: Dios está ahí. Y la atenaza un temor reverencial ante este Dios mudo,  ante este niño que infunde respeto.
 Porque todas las madres se han visto así alguna vez,  ante el fragmento rebelde de su carne que es su hijo  y se sienten como extrañas ante esa vida nueva que han hecho con su vida,  pero en la que habitan pensamientos ajenos.
Pero ningún hijo ha sido arrancado tan cruel y tan radicalmente como éste: porque Él es Dios y sobrepasa por todas partes lo que ella hubiera podido imaginar.  Y es una dura prueba para una madre tener vergüenza de sí y de su condición humana delante de su hijo.
Aunque yo pienso que hay también otros momentos, rápidos y fugaces,  en los que ella siente, a la vez, que Cristo es su hijo, es su pequeño, y es Dios.  Le mira y piensa: “Este Dios es mi niño. Esta carne divina es mi carne. Está hecha de mí. Tiene mis ojos y la forma de su boca es la de la mía. Se parece a mí. Es Dios y se parece a mí”.
“Y ninguna mujer, jamás, ha disfrutado así de su Dios, para ella sola. Un Dios muy pequeñito al que se puede estrechar entre los brazos y cubrir de besos. Un Dios calentito que sonríe y que respira; un Dios que se puede tocar; y que vive.
En uno de esos momentos es cuando yo pintaría a María, si fuera pintor. Y trataría de plasmar el aire de tierno y tímido atrevimiento con que ella acerca el dedo para tocar la dulce y suave piel de este niño-Dios cuyo peso tibio siente sobre sus rodillas y que le sonríe.
Eso por lo que se refiere a Jesús y  a la Virgen María.
¿Y a José? A José no le pintaría. Plasmaría sólo una sombra, al fondo del establo, y dos ojos brillantes. Porque no sabría qué decir de José y José no sabe qué decir de sí mismo.
Está en adoración y está feliz de adorar y se siente allí un poco extraño. Creo que sufre sin confesarlo. Sufre porque ve cuánto se parece a Dios la mujer que ama y hasta qué punto está ya del lado de Dios.
Porque Dios ha explotado como una bomba en la intimidad de esta familia. José y María están separados para siempre por este incendio de claridad. Y toda la vida de José, imagino, será aprender a aceptar”.

viernes, 9 de diciembre de 2011

Infancia.


Charles Pierre Baudelaire (1821-1867), el llamado poeta maldito, llenó sus atormentados 46 años de tristeza, de sed de amor y belleza, de conflictos interiores y con todos, de droga y disolución. Jules Barbey d’Aurevilly, que le conocía bien y le admiraba por la profundidad de su corazón vertida dolorosamente en la poesía, le llamó Dante de la decadencia. Su padrastro, desde que Charles tenía seis años, Jacques Aupick, al que Charles siempre odió, le mantuvo lejos del calor del hogar en el Colegio Real de Lyon, primero, y en el Luis el Grande, de donde le expulsaron.
A su madre le escribía con alma de niño abandonado y actitud de viejo resentido: « Ha habido en mi infancia una época de amor apasionado por ti… Este fue para mí el buen tiempo de las ternuras maternales. Perdóname por llamar “buen tiempo” a aquel que fue, sin duda, tan malo para ti. Pero yo viví siempre en ti; tú existías sólo para mí. Tú eras el mismo tiempo mi ídolo, mi camarada…
Más tarde, tú sabes qué atroz educación me quiso dar tu marido; ya tengo 40 años y, sin embargo, no pienso en los colegios sin dolor, así como en el miedo que mi padrastro me inspiraba… Golpes (se refiere al colegio de Lyon: ¡tenía 9 años!), luchas con los profesores y los camaradas, abrumadoras melancolías… Siendo niño han poseído mi corazón dos sentimientos contradictorios: el horror a la vida y el éxtasis de la vida».
Es terrible pensar en una persona que vive su vida de tropiezo en tropiezo por haber crecido como describía en uno de su poemas: « … el cielo cuadrado de las soledades,/en que el niño bebe diez años la áspera leche de los estudios».
La cuna marca el camino de cada persona. No sólo la de la sangre del padre y la del seno materno. Tal vez mucho más el aire que se respira alrededor de la vida de infante, el calor con que se siente arropado el adolescente en esos años “terribles”: para él y para sus padres, pero decisivos y dichosos para la maduración y asentamiento de su personalidad; que tanto pesan, tanto duran y tanto permiten ver al final (si se ha sabido gestionar bien ese proceso de crisálida) una flor madura y dispuesta a convertirse en un fruto exquisito.
¡Cuántas veces la violencia que se derrama por la historia, por las calles y dentro de las familias se gestó o con el abandono de lo más precioso en la vida de una persona, la ternura, o con el abuso de la ternura como complacencia y debilitamiento de la entereza!