Me imagino el Diccionario de la RAE como un altísimo y atento mirador desde el que se pueden descubrir las palabras que se nos han metido en pocos años en el almacén de nuestro glosario. Una de ellas, escrita y, desde luego, usada y abusada, es alergia. Antiguamente (y el antiguo del que hablo no es tan antiguo) no había alergias. Quiero decir que nadie se enteraba de que padecía una alergia. Uno tenía un catarro primaveral; otro, un constipado otoñal; otro, unos granitos en el brazo que producían un rebelde y fastidioso picor; otro, molestias digestivas que atribuía a la acidez y otro, una gastroenteritis (por no usar otro vocablo más… sonoro que se encuentra, naturalmente, en el Diccionario de la RAE).
Ahora nos alertan: “¡Cuidado, urbanitas: que se nos vienen encima como un alud el eccema atípico; que dentro de una década serán pocos los niños que se liberen de la rinitis alérgica y del asma alérgico; que nuestros niños están respirando en un mundo “estéril” en el que el organismo no aprende a defenderse; que el sistema inmunitario se está volviendo loco; que la flora bacteriana intestinal ha cambiado y se ha empobrecido; que vivimos una vida de calidad presuntamente mejor, pero que es un gimnasio blando que vale cada día menos ante el karate o el jujutsu de los depredadores!”.
Y las mamás, alarmadas porque ven por todas partes alergenos, ocupadas en acudir con el pequeño luchador a las pruebas específicas, obsesionadas en sus sueños con una anafilaxia, en busca de antihistamínicos, corticoideos, leucotrienos, anticongestionantes… saben más en la materia, de palabra, claro, que el más versado en el tema de su denominación y origen.
¿Les preocupa igualmente el futuro de su niño en aspectos más profundos? Tal vez la obsesión en este caso es que no sufran, que no conozcan el dolor, que no se asomen a la desgracia, que no sepan de la muerte. O que, ante una vida que empieza y que se promete feliz, traten de mantenerla así concediendo, dando, “que no le falte nada”, dejando que se acostumbre a un sí indefinido que, al principio es regalo; después, otorgamiento; más tarde, concesión; a cierta edad, transigencia; más adelante, aguante resignado; a continuación y por siempre, una cruz.
La ausencia de educación o su escasez nacen de que los padres no han pensado que su primer deber era que, además de ser modelos que tener en cuenta, tenían que robustecer su inmunización ante lo que en el aire exterior que necesariamente deben respirar, deben ser ellos mismo y no víctimas del contagio de la inmersión. El hijo es una copia del padre en sus rasgos físicos y en sus gestos psíquicos. Pero es natural que también lo sea en la asunción o la deserción del esfuerzo, en la rectitud o el retorcimiento de las intenciones, en la transparencia o la falsía de las palabras, en la adhesión o la deslealtad de los compromisos, en la exactitud o la chapucería en el trabajo, en la serenidad o la tensión de la vida familiar, en la presencia o la ausencia entre los que ama, en la fidelidad o la infidelidad a los suyos.
Y cuando no se ha tenido en cuenta que era posible prevenir y robustecer ante las alergias que rondan en la historia, después todo se va en lamentar: ”¡Este hijo mío!”, “¡Parece mentira!”, “¿A quién sale este bestia?”.