Permíteme
que refiera – porque tal vez alguno de los lectores no la conozca - la historia
de Roberta David, norteamericana, y Édgar Sanfeliz-Botta, cubano. En lo más
rutinario de sus vidas, hace pocos años, cuando ella se dirigía a pedir algo en
un McDonald’s de Miami y él esperaba su turno para atender a los clientes, un
oído sensible (el de ella) y una voz extraordinaria (la de Edgar), coincidieron
en un hecho notable.
Roberta,
de cierta edad y por ello retirada ya del coro en el que había cantado,
descubrió en el sonriente joven que la atendía al que había oído cantar poco
antes un pasaje de La bella durmiente del ballet de Chaikovski.
Édgar
llevaba ya en Miami un año y se había resignado (o lo parecía) a olvidarse de
su música clásica. Porque en su Cuba había destacado por su preciosa voz, ya
desde adolescente, y cantado ante personas ilustres y hasta muy ilustres.
Procedía de Santiago donde se había cultivado, soñando seriamente, en su futuro
como artista.
Pero
el encuentro con Roberta produjo el milagro de su ingreso en la Universidad
Internacional de Florida, donde alguno de los responsables dijo, al conocer las
dotes del joven: “Nos ha tocado la lotería musical”.
“Del rincón en el ángulo oscuro…” sentía
y sufría nuestro admirado Becquer y seguía sintiendo y llorando el silencio de
tanta nota dormida en las cuerdas del
arpa suspirando por la mano de nieve que sabe arrancarla.
¿Hemos pensado alguna vez en la torpeza de
nuestro oído, en la indolencia de nuestra capacidad de discernimiento, en la
insensibilidad ante valores que debieran golpear nuestra atención, en la
suficiencia de nuestro saber, entender, intuir y decidir? Y, sin embargo,
nuestro oficio no es solo el de acompañar, instruir y facilitar a nuestros
formandos el “grado” que necesita para pasar al siguiente, sino bucear en su
personalidad, descubrir y alentar en ella la grandeza de un ser superior que
con nuestra ayuda pueda alcanzar lo más alto de que sea capaz.