Recuerdas tal vez el relato de Graham Green, en una de
sus Diecinueve narraciones, de su
encuentro, en un gélido tren de posguerra lanzado hacia el empalme de Bedwell,
con el único viajero que ocupaba el otro rincón del departamento. Trato de
resumir sus doce páginas.
Empezaron pegando hebra con el comentario compartido
sobre lo duro que estaba el panecillo que habían comprado en la estación y
acabaron pronto hablando de la corrupción de menores.
El desconocido contó, con calor y un tono emocionado y
feliz, de sí mismo, un muchachito de diez años, monaguillo en la parroquia de
su pueblo, que llegó a entablar una interesada relación con uno de los dos
panaderos del lugar, precisamente con el
que no lograba que le comprase el pan la familia del niño, sólidamente
católica, porque el tal panadero se declaraba públicamente librepensador. Y para
nuestro pequeño protagonista era, además, feo, tuerto y “con una cabeza en
forma de zanahoria”.
Pero Blacker, el panadero, manifestaba hacia el jovencito,
un interés especial, hasta el punto de invitarle a entrar en su casa para que
viese un tren eléctrico que tenía montado en el suelo. Primero con curiosidad y
temor y después vigilando que nadie le viese, entraba en aquella casa y
disfrutaba maniobrando el fantástico trenecito.
Y un día recibió del dueño del tren una declaración
grandiosa: “Es para ti”. La condición era muy simple: llevarle una de las
formas consagradas en la Misa. El niño no dijo nada, porque deseaba el tren,
pero no quería de ningún modo hacer aquel horrible acto. La lucha de un niño es
dura cuando se enfrenta con un dilema como ese: “Este tren me hará feliz. Pero
no puedo hacer lo que me pide”. Razonó todo lo razonable hasta sucumbir:
comulgó como siempre aquel domingo, pero puso la forma, al ir a la sacristía
para llevar las vinajeras, entre dos páginas de un semanario católico del P.
Carey, el párroco. Al irse arrancó la parte del periódico con su precioso
contenido. Se lo metió en el bolsillo y se fue a la fiesta familiar con unos
parientes que habían llegado a casa.
Al irse a acostar y registrar los bolsillos se encontró
con aquel rollito y su alma se encontró zarandeada por deseos, recuerdos,
promesas y… su horrible delito. Puso el rollito al lado de la cama y se acostó.
Pero todo a su alrededor sonaba como ninguna noche y su corazón latía sin
sosiego. “Me rondaba sobre todo la presencia de Dios allí en la silla”. Oyó un
silbido: Blacker había ido a su casa y le hacía saber que esperaba lo
prometido. El niño dijo que no y, ante la amenaza del panadero (“Subo a
desangrarte y luego será mía”), se tragó todo.
No son solo los menores los que sucumben ante un halago.
Los mayores, si lo somos, estamos tan expuestos como ellos, a renegar de lo que
sabemos que es verdad por obtener la piltrafa de mentiras y promesas que
acarician nuestra conciencia: más dinero, menos sensibilidad, más egoísmo, más
libertad. Sólo una noche de amargo desengaño puede librarnos de la corrupción
que nos hace esclavos de nosotros mismos con la esclavitud más triste que se
puede dar.
El recuerdo y la celebración de la resurrección de Jesús
debe ser cada año un refuerzo de nuestra fe y adhesión a la Verdad que nos hace
libres porque es el triunfo de la Historia y de la vida que nos amenazan con
ahogarnos.
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