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domingo, 13 de octubre de 2013

Tesón Plinio.


Plinio el Viejo (Cayo Plinio Cecilio Segundo nada menos), que fue un prodigio de observación, estudio, honradez y sabiduría como escritor, gobernante y militar, murió víctima de la erupción del volcán Vesubio en agosto del año 79 cuando iba en una nave a rescatar a las víctimas de la playa de Stabies. Dejó una riquísima herencia de escritos de los que se conservan sólo, desgraciadamente, los 37 libros de Historia Natural. En uno de ellos, el 35, refiriéndose al pintor griego Apeles, del que dice que no dejaba pasar un día sin pintar algo, escribió esas palabras tan conocidas nulla dies sine línea, con las que nos estimula, aún hoy, al trabajo constante, del que él fue tan buen ejemplo. 

La vagancia no es ajena a la naturaleza humana. Es vago el que cree no necesitar nada. Y hay muchos tontos que lo creen: - Si ya tengo todo, ¿para qué moverme en búsqueda de algo que no necesito? Algunos estudiosos de la motivación dicen que a ésta la mueve la emoción.

Sabemos muy poco de los animales, aunque creamos saberlo casi todo. Y esos estudiosos afirman que un animal al que se le facilita satisfacer todas sus necesidades sucumbe rápidamente. Como parece que los animales no sienten emoción, los saciados no se mueven fácilmente con esfuerzos gratuitos.

El hombre es, sobre todo, un fantástico cofre de emociones. Y es más hombre-hombre (porque hay también hombres-menos hombres) cuando encauza sus emociones en la búsqueda de su perfección. Y se somete al ejercicio de sus cualidades (aun sin pensar que con ello está caminando hacia su excelencia) por el placer de recrearse, de crear.

Investigar, estudiar, trabajar, servir, crear, añadir, completar, culminar fueron los verbos que vivieron tanto Plinio como su admirado Apeles. 

El gran Maestro, el buen Amigo, Jesús de Nazaret, nos lo enseñó con la parábola de los talentos confiados para que produjesen riqueza.

¿Qué estoy haciendo yo con los talentos que me han confiado?

viernes, 13 de septiembre de 2013

Náyades.



Las Náyades eran, en la mitología griega, ninfas de las aguas dulces. Sus primas, las Oceánides, lo eran de las saladas; y las Nereidas, del Mediterráneo.
Diana Nyad nació como Diana Sneed. Murió su padre cuando Diana tenía tres años. Y Aristóteles Nyad, el nuevo marido de Lucy Curtis, la mamá de Diana, adoptó a la niña y le dijo más o menos: “En adelante serás una Nyad”. Es decir, una Náyade (léase Nyad en Inglés, please). Como sabes muchas cosas sobre Diana Nyad, mi querido amigo lector, yo subrayo sólo algunas para pasar después a una ajena moraleja.   
Diana, licenciada en lenguas modernas (Lake Forest College 1973: Inglés y Francés), escritora (tres libros), conferenciante, colaboradora en programas de radio… ¡y nadadora desde niña! En su autobiografía, escrita en 1978, el mismo año en que intentó por primera vez nadar desde Cuba a Florida, decía aproximadamente lo siguiente: «Para mí un maratón de natación es como una batalla por la supervivencia contra un enemigo brutal - el mar - y la única victoria posible es "tocar la otra orilla”».
Estableció un récord mundial femenino de 4 horas y 22 minutos en su primera carrera (16 km) en el lago Ontario en julio de 1970. En 1974 logró el récord de la mujer de 8 horas y 11 minutos (35 km). Al año siguiente nadó 45 km en menos de 8 horas. En 1979 estableció un récord mundial de natación de fondo (hombres y mujeres) en aguas abiertas al nadar 164 kilómetros desde las Bahamas hasta Florida en 27 horas y media.  Y sigue…
Desde 1978 intentó nadar desde Cuba hasta Florida (1978, 2010, 2011, 2012), pero las corrientes, las medusas, crisis de fuerza, el asma… se lo impidieron. Por fin desde la  mañana del 31 de agosto de 2013 hasta las 13:55 del 2 de septiembre de 2013, después de 53 horas, había nadado 177 kilómetros desde La Habana hasta Key West (Florida). ¡Con 64 años! Y comentaba: «Una vez que cumplí 60 años quería darme a mí misma alguna lección de vida: y una de esas lecciones supone no rendirse».
“Tocar la otra orilla”. “No rendirse”. Las mujeres grandes y los hombres grandes lo han sido y lo son porque no se rinden. Porque se empeñan en llegar a la otra orilla. Cuántas veces y con cuánta facilidad y rapidez hacemos el duro ejercicio de dejar lo que cuesta. Conocí a una admirable mujer que ante los retos de la vida se decía a sí misma: “¡Como yo me ponga!”. Y se ponía. Y salía victoriosa.

viernes, 5 de julio de 2013

Rafael y Roland.



Como todo el mundo sabe, Roland Garros jugaba al tenis. Pero no tanto ni tan bien como para que al Gobierno francés le pareciese oportuno dar su nombre al estadio que todos conocemos. La historia es que en 1927 Jacques Brugnon, Jean Borotra, Henri Cochet y René Lacoste (Los cuatro mosqueteros”) habían ganado a Estados Unidos la Copa Davis ¡en su casa! (en la de los americanos). Y se dijeron: “Necesitamos un digno estadio para la revancha (revanche en francés) de los vencidos (¡Si pueden!)”. Cedieron a la Federación francesa de tenis tres hectáreas y le pusieron el nombre de un joven luchador, en el aire, caído en batalla en 1918. Fue un pionero (pionnier en francés: un peón del ejercito, como nuestro gastador en los Tercios de Flandes - véase el Tesoro de la lengua castellana, ya con cuatro siglos: el soldado que trabaja con pico y pala - de la aviación).

Había nacido el 6 de octubre de 1888 (Saint Denis). Se apasionó de la aviación, el 23 de septiembre de 1913, cruzó el mar Mediterráneo en seis horas, trastornó el arte (¿arte?) de la guerra con un nuevo modo de ataque de los aviones con ametralladora. Cayó, fue hecho prisionero, escapó… y sobre las Ardenas (norte de Francia) fue derribado el 5 de octubre de 1918 del avión y de esta vida. Treinta años.

Rafael Nadal nació el 3 de Junio de 1986; hoy tiene 27 años. Leer la lista de triunfos en su vida de tenista llega a confundir a quien no está acostumbrado, como me pasa a mí, a trazar día a día el perfil de un ganador. Como, además, se leen nombres de lugares, de campos de juego, de tierras batidas, azules, césped, cemento… es fácil quedar aturdido.

Pero saber que desde muy joven soñó con jugar y vencer y que le resulta tan natural ser honrado, luchador, sencillo, cercano, superior al dolor, amigo de los contendientes, nada engreído, rico en afecto y en sonrisa, constante en su ser joven, generoso, incansable, trabajador… le hace grande en mi estima y afecto.

Como los jóvenes de hoy. Vivimos un tiempo en el que la honradez y el esfuerzo, la entrega al duro trabajo de la formación y perfeccionamiento en su calidad de hijos, compañeros, de estudiantes estudiosos y de trabajadores denodados nos hace prever un futuro bien asentado en la probidad y el servicio, en el desprendimiento y la entrega a los demás.

Y todo ello gracias a vosotros, padres, que habéis entendido bien que el mayor tesoro de vuestras vidas son y serán vuestros hijos y vuestros nietos; que os habéis preparado y os seguís perfeccionando como sus mejores entrenadores en la vida con el sentido del deber, del respeto, del esfuerzo, de la grandeza de espíritu, del altruismo y del amor.

sábado, 11 de mayo de 2013

Excelencia.



No es exagerado dar al cacao el calificativo de excelente. Fue Carlos Linneo, si no yerro, el que lo catalogó botánicamente como theobroma cacao, es decir, manjar divino. Sus maracas, el fruto del árbol, que contienen unas 40 semillas, nacen de una preciosa flor que brota del tronco o de las ramas más viejas. Pero no todas las flores (puede haber hasta seis mil en un mismo árbol) se convierten en fruto. Sólo llegan a serlo unas 20 en cada árbol.
Los arqueólogos de este regalo de la naturaleza aseguran que en Puerto Escondido (bonito nombre para ese lugar de Honduras) se ha encontrado el vestigio más antiguo del consumo de este producto como bebida: hace cuatro mil años. Es decir, cuando Abraham se las tenía que ver con los reyezuelos Kedorlaomer, Tidal, Amrafel y Arzok, por defender a Lot, su sobrino. O en Egipto el faraón Mentuhotep IV soportó una bronca del pueblo por las consecuencias de una pertinaz sequía. ¡Cuatro mil años gozando del chocolate!
¿Y qué? Pues que llegar a excelente no es cosa de todos. Y que lograrlo, en el hombre, no depende de la suerte, de brotar del tronco o de disfrutar de una temperatura acariciadora y de una riqueza del suelo adecuada a su deseo.
Es impresionante estudiar la conducta de algunas personas que respiran suspicacias, lanzan acusaciones, sudan resentimientos y escupen amenazas cuando se estudia el recorrido que han hecho por los vericuetos de la envidia y las huras de la holgazanería.
Son hijos de quienes no les acompañaron en su crecimiento. No supieron despertar en ellos el ideal de dar la vida y, por el contrario, les alentaron en armarse su propio camastro en la sinecura.

sábado, 4 de mayo de 2013

Vértigo.



No vamos a animar a nadie a que imite a estos dos jóvenes fotógrafos rusos, Vitaly Raskalov y Alexander Remnov. Los conocéis todos. Son estudiantes, pero en su afán de encontrar objetos dignos para su obra, se dedican también a escalar. Escalan edificios de 74 pisos, azoteas de construcciones de muchos cientos de metros de altura, cimas de puentes y torres modernísimas, pirámides egipcias de hace 4.583 años, como las de los tres faraones (abuelo, padre e hijo) de la cuarta dinastía, que llamábamos antes con voces griegas Keops, Kefrén y Mikerinos y ahora nos las hacen conocer como Jufu, Jafra y Menkaura…
Y escalan sin permiso, de día y de noche, sin ayuda de instrumentos propios de esa aventura, con la cámara al cuello y trepando sin más seguridad que la de sus manos. O así parece. 
¿Y por qué no vamos a animar a nadie a que haga eso? Porque está mal. Hay cosas que están mal y no se deben hacer. Y cosas que están bien y se deben copiar. Y lo que debemos copiar de estos jóvenes es su afán de superación, su sueño por la altura, su entrega a la ejecución de los sueños de nuestra vida, su victoria sobre las dificultades y el dolor en el trabajo.
Sin darnos cuenta, pretendemos que nos lo den hecho: lo pequeño y lo grande. La llamada “ley del mínimo esfuerzo” es para algunos una ley que forja la quimera de su vida en no mancharse, no sudar, no doblar el espinazo, no llorar, no sufrir… Me contaba un buen amigo médico, que le daba pena pensar en la  educación que podían dar a sus hijos las madres que acudían a la consulta con un único deseo: “¡Pobrecito, que no le duela!”. La salud no les importaba, pero sí el dolor.
No hay por qué asumir un sufrimiento gratuito. Pero no se puede caminar sin ser capaz de soportar con valentía, y casi con placer, el dolor que produce la marcha, el ascenso, el sentimiento lacerado de que se está logrando la meta.