El aire huele a vida. El valle del Jerte estalla de blanco y dentro de pocos días (estamos a 31 de Marzo) parecerá un valle nevado. En muchas calles de nuestras ciudades se han encendido de vida los ciruelos japoneses (los expertos los llaman Prunus cerasifera) que hacen del paseo un regalo indecible. Y en muchas de nuestras ciudades un gentío que ama la vida, que defiende la vida, que desearía que ninguna vida quedase hundiese en la sentina del egoísmo, sale a proclamar su fe en la vida.
Hace muchos años un joven sacerdote, débil de fuerzas, pero recio en ser leal a la vida, visitaba las cárceles, conducido por otro santo defensor de la vida. Nuestro aprendiz de ministro de la Vida descubrió que las prisiones que visitaba, llenas de jóvenes, eran la antesala de la muerte, física o moral. Y descubrió que el Señor de la vida le destinaba a salvar aquellas preciosas existencias. Era Juan Bosco.
Muchos años más tarde, en 1884, pocos antes de su muerte, hablando en la fiesta de su santo a un grupo de jóvenes sacerdotes, antiguos alumnos del Oratorio de Valdocco, que habían ido a felicitarle:
“El Señor, que nos quiere a todos felices, nos da a conocer con estos azotes lo preciosa que es también nuestra vida temporal. Y vosotros, queridos hijos míos, procurad en vuestros sermones hablar a menudo de la muerte. Hoy en día no se hace aprecio alguno de la vida. Uno se suicida porque no puede soportar los dolores y las desgracias; otro arriesga la vida en un duelo; éste la derrocha en el vicio; ése se la juega en arriesgadas y caprichosas empresas; aquél la echa por la borda, arrostrando peligros para lograr venganzas y desahogar pasiones. Predicad, pues, y recordad a todos que no somos nosotros los dueños de la vida. Sólo Dios es el dueño. Quien atenta contra su vida, hace un insulto contra Dios; la criatura hace un acto de rebeldía contra su Creador.
Vosotros, que tenéis talento, encontraréis ideas y razones en abundancia y la manera de exponerlas para inducir a vuestros oyentes a amar la vida y respetarla, con el gran pensamiento de que la vida temporal bien empleada es precursora de la vida eterna”.
Hace muchos años un joven sacerdote, débil de fuerzas, pero recio en ser leal a la vida, visitaba las cárceles, conducido por otro santo defensor de la vida. Nuestro aprendiz de ministro de la Vida descubrió que las prisiones que visitaba, llenas de jóvenes, eran la antesala de la muerte, física o moral. Y descubrió que el Señor de la vida le destinaba a salvar aquellas preciosas existencias. Era Juan Bosco.
Muchos años más tarde, en 1884, pocos antes de su muerte, hablando en la fiesta de su santo a un grupo de jóvenes sacerdotes, antiguos alumnos del Oratorio de Valdocco, que habían ido a felicitarle:
“El Señor, que nos quiere a todos felices, nos da a conocer con estos azotes lo preciosa que es también nuestra vida temporal. Y vosotros, queridos hijos míos, procurad en vuestros sermones hablar a menudo de la muerte. Hoy en día no se hace aprecio alguno de la vida. Uno se suicida porque no puede soportar los dolores y las desgracias; otro arriesga la vida en un duelo; éste la derrocha en el vicio; ése se la juega en arriesgadas y caprichosas empresas; aquél la echa por la borda, arrostrando peligros para lograr venganzas y desahogar pasiones. Predicad, pues, y recordad a todos que no somos nosotros los dueños de la vida. Sólo Dios es el dueño. Quien atenta contra su vida, hace un insulto contra Dios; la criatura hace un acto de rebeldía contra su Creador.
Vosotros, que tenéis talento, encontraréis ideas y razones en abundancia y la manera de exponerlas para inducir a vuestros oyentes a amar la vida y respetarla, con el gran pensamiento de que la vida temporal bien empleada es precursora de la vida eterna”.