miércoles, 28 de octubre de 2015

Un abrazo.

Emmanuel Lévinas nació en Kaunas (Lituania) en 1906 en una familia judía. Aunque debió emigrar a Ucrania, volver a Lituania, viajar a Francia para estudiar, y a Alemania e Italia. En Francia adquirió la nacionalidad francesa y  estuvo prisionero en un campo de concentración en la segunda guerra mundial.     
El sufrimiento de la guerra y, con más fuerza también, su experiencia en el campo de concentración, fortalecieron su postura filosófica. Veamos, en una interpretación superficial, algo de su profundo pensamiento.
Dejarse meter y abrazar por la realidad económica nos convierte en materia de un mundo totalitario que no admite más que acumular, rivalizar y tiranizar. Uno mismo se convierte en mercancía. Pero hay otro modo de ser posible para el ser humano que tiene la oportunidad de ceder su lugar, de sacrificarse por el otro, de morir por el desconocido. La bondad y la grandeza de dar, el amor, dar desinteresadamente; amor, misericordia y responsabilidad y, de este modo, la positividad de una adhesión al ser sólo parta del ser del otro. Lo existente, que da sentido a los entes en el mundo, produce una impersonalidad árida, neutra y sutil, que solo puede ser superada en el ser-para-el-otro, como momento ético de respeto a la Alteridad.
Él decía que Lituania es el país en el que el judaísmo crítico conoció el desenvolvimiento espiritual más elevado de Europa. Yo pienso que sentía, aunque lógicamente no lo expresase, que Lituania, profundamente cristiana, vivía con la fuerza de la entrega que otro Judío que se definió a sí mismo como el Camino, la Verdad y la Vida, imprimió en el alma humana, hecha para darse pero reacia a hacerlo a la hora del sacrificio. 
Contemplar el triunfo de Cristo en su Cruz nos anima a considerar la realidad más divina en lo humano que la humanidad pueda haber vivido nunca. A la conducta del “buen samaritano” se acercaba Lévinas cuando escribía: «Sufrir no tiene sentido, pero el sufrimiento para reducir el sufrimiento del otro es la única justificación del sufrimiento, es la más grande dignidad… La compasión, es decir sufrir con el otro es la cosa que tiene más sentido en el orden del mundo»

jueves, 22 de octubre de 2015

Fidelidad.

John Mordecal Gottman, profesor (hoy ya emérito) de psicología en Washigton, con su esposa la doctora Julie Schwartz y otros autores, ha regalado a los lectores de sus más de 190 artículos y 40 libros, un torrente de sabiduría sobre una de las mayores y más estimables riquezas del ser humano: la estabilidad fecunda del matrimonio.    
Para los que tienen hijos o educan a niños o jóvenes saben bien cuánto hay de ruina en su proceso de maduración afectiva y, en último análisis, vital, como consecuencia irreparable de las enfermedades del árbol del que proceden. Porque los hijos nacen del árbol que los ha engendrado, pero sigue ya en toda su vida (y de un modo más profundo en la niñez y la adolescencia) la existencia o la falta de ese alimento necesario y misterioso que sigue modelando sus vidas y su personalidad “en el aire”.    
Define Gottman como “los cuatro jinetes del apocalipsis” del matrimonio a cuatro enfermedades que pueden darse (¡cuántas veces inevitablemente juntas!) en los esposos: la crítica, el desprecio, la reacción defensiva y el muro del silencio. Y no son enfermedades de una u otro, sino, por desgracia y por reacción y contagio, muchas veces, de los dos. Hay estados de ánimo, tropiezos, pequeñas torpezas, aislamientos, actitudes, palabras desafortunadas o inoportunas, reticencias, reservas, alusiones, comentarios, gestos, omisiones, referencias, comparaciones, egoísmos, nostalgias, miradas, distancias… que hieren primero, duelen después, siembran inquietud y dejan una huella a veces indeleble que puede ir haciéndose más honda hasta comprometer su propio compromiso de amor.
A nada de esto son ajenos los hijos. De un modo consciente o inadvertido sienten que sus padres no son ya una pareja con una sola vida, sino dos convivientes. No han sido capaces o constantes en fundir sus “yo” en un único aliento de vida. Y esa división en lo que más quiere y admira hace que el joven se sienta llevado a amasar su proyecto personal con la amargura de la decepción y la quebradura de la desesperanza.

viernes, 16 de octubre de 2015

Yangsi.

Hacia el suroeste de China está la provincia de Sichuan donde la pimienta, cuyo aroma se parece al de los cítricos, es - dicen - la mejor del mundo. Y en Sichuan está la aldea de Yangsi, cuyas referencias conoces sin duda. Pero por si acaso lo olvidaste, te recuerdo que hubo en esta pequeña población un hecho llamativo hace unas seis décadas. Los niños dejaban de crecer cuando llegaban a los cinco o seis años. Hoy cerca del cuarenta por ciento de la población lo forman habitantes que no miden más de 120 centímetros. El fenómeno cesó, pero nunca se supo su causa. Como es natural, las hipótesis apuntaron en todas las direcciones, aunque de ninguna de ellas, por muchos estudios que se realizaron, llegó la explicación del hecho. 
Este recuerdo me lleva a preguntarme: ¿cómo son las generaciones que nos siguen a nosotros, padres y educadores? ¿Tengo entre mis hijos, entre mis educandos, algún enano?  Y no me refiero a la estatura física, como comprendes. Causa admiración cómo crecen los muchachos y muchachas hoy. En seis décadas (y en mucho menos tiempo) las generaciones que han ido heredando nuestros puestos nos miran desde arriba con cierta satisfacción y nosotros las miramos desde abajo con cierto complejo. Dicen los entendidos que la media del aumento en la altura ha sido en los varones de unos once centímetros. Lo atribuyen, en gran parte, claro está, a las mejores condiciones higiénicas.
¿Y por dentro? Me refiero a lo más dentro del misterio humano. Si se pudiese usar el centímetro para comparar el crecimiento del “yo” personal, ¿qué diríamos? ¿Son los hijos más valientes que sus padres? ¿Más honrados’ ¿Más trabajadores? ¿Más fiables? ¿Más amables? ¿Más generosos? ¿Más estudiosos? ¿Más emprendedores? ¿Más obsequiosos? ¿Más educados?... Hay tantas demarcaciones en el fondo del ser humano que no acabaremos nunca de repasarlas. Pero sí nos corresponde advertir y confirmar que en alguna de esas regiones hace falta acompañarlos para que realicen un laboreo a fondo y saquen de sí lo que, sin duda, es germen de grandeza. “Del salón en el ángulo oscuro, de su dueña tal vez olvidada, silenciosa y cubierta de polvo veíase el arpa. ¡Cuánta nota dormía en sus cuerdas como el pájaro duerme en las ramas, esperando la mano de nieve que sabe arrancarlas! lamentaba Bécquer.

domingo, 11 de octubre de 2015

Cariño

Os los presento en la medida en que las noticias que tengo de ellos me lo permiten.
Tonka (a la izquierda) vive la tristeza de su orfandad (su madre murió en un accidente) en una refugio de animales “dependientes” en Billabong (Australia). Samantha Sheema, responsable del centro de atención, nos dice que padece de una profunda depresión. Tonka lleva siempre consigo al osito. Y lo rompe con frecuencia. “Se lo sustituimos apenas tiene un destrozo sensible… Muchos animales encuentran alivio acariciando un juguete de peluche en su luto”.    
Al de la derecha le llaman Doodlebug y está internado en otro refugio australiano y a lo mejor lo has visto en Twitter. Como Tonka, intenta consolar con otro osito su soledad de canguro pequeño que ha perdido a su madre.
Necesitan un cariño que nada ni nadie puede ya darles. Naturalmente tienen memoria. Memoria de caricias, de abrazos, de presencia materna... Se me ocurre pensar: ¿un animal es solo instinto?; ¿por qué creemos (y tal vez afirmamos) que solo el ser humano tiene sentimientos?; ¿su “conducta” futura quedará condicionada por su situación actual?; ¿habrá algo en su evolución que abrevie su vida, que influya en sus actitudes, en sus reacciones, en su relación con los demás?
Me parecen inútiles para nuestra práctica diaria estas preguntas. Pero pueden valer para aplicarlas a niños, adolescentes, jóvenes, hijos o educandos, que crecen en algún modo dependiendo de nosotros.
Resulta evidente que los frutos de una familia, de unos padres, de un educador, de una educación,  son diferentes y a veces muy diferentes en seguridad, madurez de mente y sazón de corazón. No es solo la simiente la que cuenta (“De tal palo tal astilla”), porque hay una profunda relación de auténtico enriquecimiento entre el fruto y el árbol cuando la flor se va haciendo cosecha sanamente seductora para el mundo y los demás.

martes, 6 de octubre de 2015

Qué fatiga!!

Volver la mirada en la hondura de los tiempos nos puede hacer bien. Podemos comparar modos, medios, grandezas y límites. Por si acaso vale, te invito a una escuela “elemental” en la antigua Roma. Y repasar el Latín. Sigo al justamente admirado José Guillén en su monumental obra Urbs Roma
Los niños y niñas empezaban su vida escolar a los siete años, hasta los doce, en el ludus magistri. Ludus era juego, pero también escuela. Y para que no hubiese duda, se dejó lo de ludus y se dijo ya más tarde schola.
Había que madrugar para llegar a tiempo. Cada niño llevaba un farol hasta que la luz del día permitía apagarlo. Si la familia tenía medios, al niño le acompañaba todo el tiempo un pedagogus al que se le escapaba alguna vez un coscorrón. Y si los medios eran más abundantes se añadía un capsarius con la capsa que custodiaba las tablillas para escribir y los volúmenes (rollos de papiro) para escribir con la penna (pluma) o la arundo (caña) mojadas en el atramentum (tinta). Además del abacus y los calculi  de piedra o madera insertados en sus cuerdas. 
La schola era un local abierto, humilde, un toldillo o una pergula, una taberna o pequeño local comercial donde se vendía sabiduría. Es un decir.
Los niños se sentaban en bancos corridos, sin respaldo. El magister, en la cathedra, un asiento un poco más elevado. A veces, si había pared, colgaba algún mapa en ella. 
Escribían en el disticus (dos pequeñas tablillas enceradas que se cerraban sobre sí mismas) con un stylus o instrumento de escritura, en punta por un extremo para escribir y liso en el otro para allanar la cera.
El ludi magister enseñaba a leer, escribir y contar. En Roma había pocos analfabetos.
Al ludi magister se le pagaba el auctoramentum seruitutis. Recibía regalos en las fiestas de Minerva (19 de Marzo), Saturno (17 de Diciembre) y la strena (1º de Enero). Cobraba poco de cada alumno en los Idus de mes (más o menos, a mediados), menos en los tres meses de vacaciones ni los días que el alumno no iba a clase. Diocleciano estableció en 301 lo que cada alumno debía pagar al mes: 50 denarios, algo así como 0’45 euros.
Los maestros, casi todos libertos, eran duros y exigentes. Usaban la ferula (palmeta) o el látigo hasta finales del siglo I en que se pasó a una blandura criticada por algunos.
Al final de esta etapa escolar todos leían y escribían bien prosa y poesía, sabían las cuatro reglas de aritmética y se sabían de memoria las XII Tablas. Como hoy.

jueves, 1 de octubre de 2015

Sangenís.

Como esta no es una página de historia y como sus lectores conocen bien la de los dos sitios de Zaragoza, queda reducida a subrayar una robusta determinación de un robusto ingeniero militar, Antonio de Sangenís y Torres, aragonés de Albelda, Huesca, a las órdenes del general defensor de la ciudad, José de Palafox y Melci en 1809.
Napoleón Bonaparte – le conocéis – que en el segundo asedio estaba en España, sentía como una dolorosa espina la resistencia de Zaragoza y sin duda pensaba también en ella cuando, ya en su exilio, decía: “Esta maldita Guerra de España fue la causa primera de todas las desgracias de Francia. Todas las circunstancias de mis desastres se relacionan con este nudo fatal: destruyó mi autoridad moral en Europa, complicó mis dificultades, abrió una escuela a los soldados ingleses… esta maldita guerra me ha perdido”.
Las bajas humanas de Zaragoza fueron 52.000 valientes, hombres y mujeres, labradores, militares, amas de casa, monjas y curas, viejos, jóvenes y niños… Todos destacaron, todos dieron lo más hondo de su vida hasta darla también esta.
Volvamos a Sangenís. Como ingeniero militar se formó sólidamente, escribió tratados de Matemáticas y Defensa militar, dirigió la defensa de toda la costa cantábrica con fortines y baterías. Y a raíz del 2 de Mayo de 1808 y la barbarie de Murat en Madrid, se refugió en Zaragoza. Tomó parte en los dos sitios al frente de los ingenieros  y fue director de las obras de defensa. El 4 de Julio de 1808 estaba al mando más expuesto de las ocho puertas de la ciudad: la puerta y batería de Santa Engracia. Se encontraba con la “batería alta del molino del aceite, junto a las tapias de Santa Mónica”, cuando una bala de cañón acabó con su valiosa vida.
De él conservamos el ejemplo de su generosa entrega en la defensa de sus valores, que son los nuestros, y esta afirmación que debe ser también la nuestra: “Que no se me llame nunca si se trata de capitular, porque jamás seré de opinión de que no podemos defendernos”.
El mariscal Jean Lannes, a quien Napoleón había confiado la conquista de la ciudad, le escribió lo que vio cuando entró en ella: “Jamás he visto encarnizamiento igual al que muestran nuestros enemigos en la defensa de esta plaza. Las mujeres se dejan matar delante de la brecha. Es preciso organizar un asalto por cada casa. El sitio de Zaragoza no se parece en nada a nuestras anteriores guerras. Es una guerra que horroriza. La ciudad arde en estos momentos por cuatro puntos distintos, y llueven sobre ella las bombas a centenares, pero nada basta para intimidar a sus defensores … ¡Qué guerra! ¡Qué hombres! Un asedio en cada calle, una mina bajo cada casa. ¡Verse obligado a matar a tantos valientes, o mejor a tantos furiosos! Esto es terrible. La victoria da pena”.
Sangenís no capituló. La ciudad cayó el 21 de Febrero de 1809 porque ya nada ni nadie estaba en pie.