Hacia el suroeste de China está la
provincia de Sichuan donde la pimienta, cuyo aroma se parece al de los
cítricos, es - dicen - la mejor del mundo. Y en Sichuan está la aldea de
Yangsi, cuyas referencias conoces sin duda. Pero por si acaso lo olvidaste, te
recuerdo que hubo en esta pequeña población un hecho llamativo hace unas seis
décadas. Los niños dejaban de crecer cuando llegaban a los cinco o seis años.
Hoy cerca del cuarenta por ciento de la población lo forman habitantes que no
miden más de 120 centímetros. El fenómeno cesó, pero nunca se supo su causa.
Como es natural, las hipótesis apuntaron en todas las direcciones, aunque de
ninguna de ellas, por muchos estudios que se realizaron, llegó la explicación
del hecho.
Este recuerdo me lleva a preguntarme:
¿cómo son las generaciones que nos siguen a nosotros, padres y educadores?
¿Tengo entre mis hijos, entre mis educandos, algún enano? Y no me refiero a la estatura física, como
comprendes. Causa admiración cómo crecen los muchachos y muchachas hoy. En seis
décadas (y en mucho menos tiempo) las generaciones que han ido heredando
nuestros puestos nos miran desde arriba con cierta satisfacción y nosotros las
miramos desde abajo con cierto complejo. Dicen los entendidos que la media del
aumento en la altura ha sido en los varones de unos once centímetros. Lo
atribuyen, en gran parte, claro está, a las mejores condiciones higiénicas.
¿Y
por dentro? Me refiero a lo más dentro del misterio humano. Si se pudiese usar
el centímetro para comparar el crecimiento del “yo” personal, ¿qué diríamos?
¿Son los hijos más valientes que sus padres? ¿Más honrados’ ¿Más trabajadores?
¿Más fiables? ¿Más amables? ¿Más generosos? ¿Más estudiosos? ¿Más
emprendedores? ¿Más obsequiosos? ¿Más educados?... Hay tantas demarcaciones en
el fondo del ser humano que no acabaremos nunca de repasarlas. Pero sí nos
corresponde advertir y confirmar que en alguna de esas regiones hace falta
acompañarlos para que realicen un laboreo a fondo y saquen de sí lo que, sin
duda, es germen de grandeza. “Del salón
en el ángulo oscuro, de su dueña tal vez olvidada, silenciosa y cubierta de
polvo veíase el arpa. ¡Cuánta nota dormía en sus cuerdas como el pájaro duerme en las ramas, esperando la mano de
nieve que sabe arrancarlas! lamentaba Bécquer.
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