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miércoles, 18 de noviembre de 2015

La Tarántula.

… es, como sabes, una nebulosa en la gran Nube de Magallanes de nuestra Galaxia. Cosa de casa, a una distancia de nosotros de solo unos 160 mil años luz. Los astrónomos estudian qué pasa y qué pasará entre dos de las estrellas peculiares, calientes y macizas de la VFTS 32, que es una especie de almacén especializado en esa clase de estrellas. Es cada una de esa pareja como 30 veces mayores que el Sol y llega a vivir a 40 mil grados de temperatura, intercambiando con la otra el 30 por ciento de su materia.
Los centros de esas dos estrellas están muy cerca uno de otro: a solo 12 millones de kilómetros, que a nosotros nos parece mucho, pero para ellas es una bagatela. Son, dicen, “estrellas-vampiro” y, desde luego, una pareja rara. Y les auguran un final catastrófico: o un choque con una gran explosión lanzando por todas partes rayos gamma de larga duración o formando un sistema binario con agujeros negros y ondas gravitatorias imponentes.
Lejos de ese mundo temible y lejano, yo pensaba en los que están a punto de formar otras parejas, cerca de nosotros, en nuestras humildes coordenadas mundiales. Las que día a día se forman en tantos encuentros ocasionales, o de relaciones frecuentes y que proyectan vivir en unión y agrado. ¿No hay riesgo en ello? Naturalmente, no. Pero a veces lo que es natural y normal deja espacio a lo que es desengaño, desilusión, capricho, cansancio, exigencia, intransigencia, despecho, rechazo, desprecio, violencia… No exagero. Y tú, lector, inteligente y benigno, me das la razón porque lo sabes bien.
¿Qué ha fallado? Una pareja humana solo tiene un factor que procure el milagro de una misma identidad. En cristiano esa identidad se llama “una sola carne”. Y ese factor es el amor. El amor  - escribía Pablo de Tarso a sus amigos cristianos de Corinto - es paciente, afable; no tiene envidia; no presume ni se engríe; no es mal educado ni egoísta; no se irrita; no lleva cuentas del mal; no se alegra de la injusticia, sino que goza con la verdad. Disculpa sin límites, cree sin límites, espera sin límites, aguanta sin límites. El amor no pasa nunca.
Pero una condición como esa no se improvisa, no es patrimonio de un inmaduro, de un pelele, de un hombre o una mujer a medias. Es el fruto de una autoeducación constante, generosa y en sazón. ¡A sazonar!

jueves, 22 de octubre de 2015

Fidelidad.

John Mordecal Gottman, profesor (hoy ya emérito) de psicología en Washigton, con su esposa la doctora Julie Schwartz y otros autores, ha regalado a los lectores de sus más de 190 artículos y 40 libros, un torrente de sabiduría sobre una de las mayores y más estimables riquezas del ser humano: la estabilidad fecunda del matrimonio.    
Para los que tienen hijos o educan a niños o jóvenes saben bien cuánto hay de ruina en su proceso de maduración afectiva y, en último análisis, vital, como consecuencia irreparable de las enfermedades del árbol del que proceden. Porque los hijos nacen del árbol que los ha engendrado, pero sigue ya en toda su vida (y de un modo más profundo en la niñez y la adolescencia) la existencia o la falta de ese alimento necesario y misterioso que sigue modelando sus vidas y su personalidad “en el aire”.    
Define Gottman como “los cuatro jinetes del apocalipsis” del matrimonio a cuatro enfermedades que pueden darse (¡cuántas veces inevitablemente juntas!) en los esposos: la crítica, el desprecio, la reacción defensiva y el muro del silencio. Y no son enfermedades de una u otro, sino, por desgracia y por reacción y contagio, muchas veces, de los dos. Hay estados de ánimo, tropiezos, pequeñas torpezas, aislamientos, actitudes, palabras desafortunadas o inoportunas, reticencias, reservas, alusiones, comentarios, gestos, omisiones, referencias, comparaciones, egoísmos, nostalgias, miradas, distancias… que hieren primero, duelen después, siembran inquietud y dejan una huella a veces indeleble que puede ir haciéndose más honda hasta comprometer su propio compromiso de amor.
A nada de esto son ajenos los hijos. De un modo consciente o inadvertido sienten que sus padres no son ya una pareja con una sola vida, sino dos convivientes. No han sido capaces o constantes en fundir sus “yo” en un único aliento de vida. Y esa división en lo que más quiere y admira hace que el joven se sienta llevado a amasar su proyecto personal con la amargura de la decepción y la quebradura de la desesperanza.