Este animal que
preside la lectura de hoy es un ser admirable. Vive en fondos marinos de Nueva
Zelanda a mil metros de profundidad hasta donde no le ha interesado a nadie
llegar hasta hace poco. Lo llaman, me parece, blopfish. Es pacífico y digno. Y, según nuestros estrechos
criterios estéticos, muy feo.
No hay ser vivo que
no sea, como el blopfish, pacífico.
¡En principio! La violencia de algunos animales los mueve a actuar como
animales: depredadores, voraces, sañudos, reivindicativos, agresivos… todo lo
que quieras, pero siempre en el ejercicio forzado de su animalidad. Nunca son
viles. Un león ataca a un antílope porque necesita hacerlo para vivir. Un tigre
que ataca, despedaza y se come un bisonte cumple con su deber. Y un cocodrilo
como el de la derecha hace suyo a un aborregado ñu que intenta, como todos,
atravesar un río.
La vileza es una
propiedad exclusiva del hombre. El hombre piensa, razona, estima, juzga,
construye… y ¡ama! Y ese hombre que se
juzga a sí mismo digno, respetable, merecedor del aprecio de otros hombres,
representante del grupo del que forma parte, forjador de un futuro más noble,
más libre, más generoso no puede ser vil. No lo es, pero a veces nos
comportamos con vileza. Nos convertimos en seres despreciables. Es vil,
despreciable, el que no deja que el otro, todo otro, piense como quiera, vote a
quien quiera, escriba lo que quiera, haga lo que quiera aunque no le guste.
Porque si, en su afán de husmeador, descubre que el otro ha actuado de verdad
mal, tiene el deber de hacerlo saber a la autoridad que corresponda que, sin
duda, intervendrá también como corresponda. Digo yo. Atragantan los jueces
aficionados que todo lo cascan, lo miden, lo critican y lo condenan. En los
medios de comunicación (¿comunicación?), sermones, tribunas de televisión y de prensa,
por la calle, en las tertulias, en los mentideros de todo tinte y calibre, en
la mal llamada política, en los partidos, en las instituciones…. hay siempre
algún mentecato, mal de la cabeza,
que se siente con derecho y superioridad para decir cómo hay que hacer las
cosas (¡si solo fuese eso!), calificar (¡descalificar, claro!), atacar,
insultar, zaherir, despreciar, morder, despedazar si puede… al que no piensa
como piensa él y no dice lo que manda él. Es el patético dictador que nunca
admite que ejerce ese inaguantable oficio (¡ay de ti si se lo intentas
explicar!), mientras que no acepta de ningún modo cualquier otra dictadura que
no sea la suya.
Hay quien se recrea
en sentirse rey del pensamiento, dispensador de opciones políticas, de fórmulas
económicas, morales, sociales, inquisidor de intenciones ajenas y tristemente
vil payaso del gran circo del
mundo.