Como todo el mundo
sabe (hasta mi primo Sindulfo que es un poco distraído), los almotacenes eran
los encargados en los mercados medievales de chivarse de las desobediencias a
las normas establecidas. Tenían un nombre sagrado porque su oficio era casi dar
la vida (al menos la vista y el olfato) en beneficio de la comunidad para que
la autoridad social y moral pudiese conocer y castigar al atrevido transgresor.
Nombre sagrado, porque parece que, por su origen en los zocos árabes, la palabra
equivaldría a “el que gana méritos ante
Dios” o almuhtasab.
Dependían del
zabazoque (sahbassuq, jefe del
mercado) y a él le referían con pelos y señales, a veces un poco exagerados, el
delito.
Cuando hoy debe uno
pasar por la fatalidad de asomarse a los zocos modernos, en los que respiramos
(o no podemos ya respirar), de la política, los mercados, los bancos, los
forbes, las modas, los ingresos, las trampas, el deporte, los contratos, la
prensa, la radio, los partidos, las leyes, la justicia, los fichajes, las tvs,
las parejas, las desparejas, los dopajes, el arte, el cine y el teatro… nos
entra una justificada sensación de miedo por la enorme población de hurones que
los llenan.
Ya sabéis del hurón: se esconde, aparece,
desaparece, husmea, se yergue en actitud atalaya, clava su segura dentadura de
almotacén social y… ¡a otra carga! ¿Son defensores del orden, de la honradez,
de la probidad de proceder, de la asepsia moral? No, en absoluto (o para nada, como se dice ahora). Han
mordido y se han llevado tajada: para vender, para vencer, para convencer, para
herir, para denigrar, es decir, ensuciar… Y, si pueden, descalificar, sembrar
la sospecha, cargarse al enemigo, al que sobresale, al que triunfa… O al que
tropieza, al que cae, al que le cuesta levantarse. ¿Saben lo que es compasión,
respeto, esperanza, perdón, compasión? Prueben ustedes a decir algo (un algo muy pequeño, si quieren, y muy
cierto) contra su “dignidad”. Pero salgan corriendo, porque la carrera del
hurón es inimaginable.