Los que visitan Turín un día soleado descubren en
lo alto, hacia el Sur, en el arranque de los Apeninos, el espléndido
santuario-basílica de Superga dedicado por Víctor Amadeo II de Saboya a la
Virgen de la Gracia en 1717.
Era una meta relativamente cercana a la meta de los
muchachos de Don Bosco que, cuando recibían una loncha de salame, la veían tan fina que aseguraban poder ver, a través de
ella, el precioso santuario.
A sus espaldas hay un triste monumento dedicado a
los 18 jugadores del Torino, que murieron allí, en el choque en medio de la
niebla del avión que los llevaba desde Lisboa, el 4 de mayo de 1949.
En los sótanos de esta Basílica hay un mausoleo de
la familia real de los Saboya. Y entre los 62 enterramientos reales está el del
que, entre 1873 y 1875, fue Rey de España, Amadeo.
Con su esposa María Victoria dal Pozzo visitaba en
Madrid algunos lugares donde se prestaba un servicio doméstico, por ejemplo el
de las lavanderas del Manzanares, mujeres que sostenían a sus familias con la
remuneración de su trabajo.
Si visitas alguna vez el mausoleo de Superga podrás
ver, sobre la lápida de Amadeo, una corona con la que le agradecieron en su día
esas lavanderas de Madrid la atención recibida de aquel matrimonio real.
El agradecimiento es el efluvio de un corazón sano,
grande, generoso, abierto al otro, sea quien sea el otro, que brota con una
carga espontánea de cercanía y regalo de lo más noble que se posee. Educar en
el corazón de los nuestros la grandeza lleva consigo de un modo natural,
espontáneo, luminoso a agradecer.
Un viejo y sabio amigo, lo recuerdo y repito
frecuentemente, a las personas que le atendían en su ancianidad y a las que les
agradecía esa atención y le decían que no merecían tanto, él, grande de
corazón, lo justificaba diciendo “Agradecer es merecer”.
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