A la entrada del tren en una estación de una ciudad de nuestra querida
Europa sucedió, hace pocas semanas, lo que sigue. Anochecía y un grupo de
muchachos como de 13 a 15 años jugaba, según parece, como otros días.
Alguno del grupo se ofrecía a esperar la llegada del tren de las 19,18
tendido entre los carriles para levantarse en el momento oportuno. Aquel día
uno de ellos, de 13 años, según parece, lo hizo muy bien. Saltó en el momento
oportuno entre aplausos del grupo. Para el tren siguiente, otro de ellos, de 15
años, comenzó el reto echándose cuando vio que llegaba; pero no pudo lanzarse a
tiempo y el tren lo destrozó.
Al de 13 años hubo que llevarlo al hospital en
estado de shock.
Era un juego. Pero un triste juego, para el que
caben muchas preguntas de muy diversa índole. Por ello esta reflexión no va
dirigida a los padres cuyos hijos juegan en las estaciones, sino a todos los
padres cuando los hijos empiezan a encararse con los muchos juegos que ofrece
la vida.
No son menos mortales los contagios de ocurrencias
aprendidas de amigos (¿amigos?) que hacen ver lo vistoso de lanzarse a los
muchos juegos de diversión o pasatiempo que envenenan el criterio de los
adolescentes. Adolescente es el joven que adolece de la falta de madurez de
juicio, de voluntad y de decisiones personales. Decidir es un ejercicio
continuo y necesario que debe ir aprendiéndose sabiamente.
Para eso la vista atenta del padre en ese difícil
mundo de las decisiones, la cercanía oportuna y equilibrada cuando se intuyen
posibles desorientaciones íntimas o de relación, deben ir dando a la vida de
los hijos el acierto, la firmeza y el agrado de acertar con lo mejor.
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