El ánsar índico,
llamado también calvo no sé por qué, ya los sabes, es inteligente, fuerte y
listo. Veranea en las tierras frescas de Mongolia, pero pasa el invierno en las
playas acogedoras de la India. Y va y viene del mar a la estepa y de la estepa
al mar volando por encima del Himalaya. Le queda de camino. Y es tan admirable,
casi sobrecogedor su viaje de Sur a Norte (el de Norte a Sur es más benigno)
que los estudiosos lo han querido medir hasta con satélites.
Sin más comentarios
que el que añadamos tú y yo a estas líneas, he aquí algunos datos.
La travesía la
realizan por encima de los 6.000 metros. Alguna vez a 10.000. La presión atmosférica y la riqueza del aire en
oxígeno es allí la mitad que en la base de la montaña. Podrían aprovechar los
vientos a favor. Pues no, señor. Hacen la travesía (ellos y no otras aves) a
golpe de ala en ocho horas. Con pulmones más grandes, hemoglobina más rica,
huesos más fuertes y músculos a prueba de Himalaya, aprovechan el poco oxígeno que tiene el aire
por encima de esas alturas.
Vuelan a una
velocidad media de 61,2 kilómetros cada
hora. Y el ascenso de la montaña es como media de un kilómetro en una
hora. Vuelan a una altura sobre las rocas que van dejando de entre 100 y 300
metros. La travesía la hacen casi siempre durante la noche y primera hora de la mañana, antes de las 10,
porque la velocidad del viento es menor.
La cultura que nos
acompaña en nuestro crecimiento y en el de nuestros niños, nuestros adolescentes y nuestros jóvenes es
la de reducción de esfuerzo. Bienvenida sea esa reducción cuando se trata de
ahorrar energías y tiempo. Pero en absoluto cuando lo que nos ahorramos es
personalidad porque no es ya tiempo en que debamos sufrir. Sólo el tesón, la
constancia, la exigencia, el esfuerzo, la entrega nos hacen nobles en la
sociedad humana. Acostumbrarse a evitar esfuerzos es invocar al mago de la lámpara
de Aladino para que nos conceda lo que nuestra indolencia no nos ha fabricado
porque cuesta.