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sábado, 22 de septiembre de 2018

Cocodrilos: una lección de educación.


Crocódeilos era para los griegos (pero escrito en griego, que es más divertido) nuestra lagartija, el gusano sobre la piedra. Y el nombre se aplicó más tarde a todas las lagartijas, fuese cual fuese su tamaño, por ejemplo al cocodrilo.
Supongo que has leído hace unos días o has tenido ocasión de contemplar el lamentable espectáculo de un domador de cocodrilos en un parque zoológico (Phokkathara en Chiang Rai, al norte de Tailandia) que pretendía meter el brazo en la boca abierta de un animal domesticado de esta especie, pero que pudo salvarlo al reaccionar rápidamente ante el gesto egoísta del animal-cocodrilo que quería  comérselo.
Viendo el desarrollo del percance se me ocurría aplicarlo a nuestro ejercicio de educadores.
“¡Qué lástima!”, “¿Pero cómo le ha pasado?”, “¡No tiene arreglo!”, “¡No hay vuelta  atrás!”… Son algunas de las blandas e inútiles expresiones de desencanto o tristeza cuando conocemos la meta de los pasos (o el efecto de la acción o la identificación con uno u otro movimiento atractivo en sus propuestas y desolador en sus resultados) de algunos de los muchachos a los que hemos pretendido formar.       
No es presuntuoso creer que formamos. Formar no es crear. Formar es dar un perfil adecuado, firme, tal vez hermoso, a esa preciosa materia prima que llega a nuestra vida (¡a nuestro corazón!) y de la que soñamos (como el escultor ante un bloque de mármol) que se convierta en vida volando sobre la miseria que tal vez le rodea.
Nos llena de pasmo ver un retrato firmado, por ejemplo, por Rembrandt, pero no nos paramos a considerar que es un conjunto de tanteos, bosquejos, pinceladas, matices… latidos del corazón del artista hasta conseguir la obra que admiramos.   
A Luca Giordano le llamaban Luca fa presto por lo rápido de su obra. Pero pintaba bien. No podemos imitarlo. Educar bien es entregarse pacientemente a colaborar. Es el joven el que se educa, se forma a sí mismo. Pero nuestra cercanía es casi siempre de alta utilidad, si no imprescindible. Y esta convicción nos debe llevar a nunca desertar.    

martes, 12 de julio de 2016

Como una cabra.

Seguí con mucha atención una conferencia didáctica y creativa (con ánimo de despertar la creatividad en sus oyentes) de Thomas Thwaites, diseñador gráfico inglés. Explicaba cómo, recurriendo a la fuente de las cosas, uno mismo puede hacer lo que la industria nos ofrece. Recurrió a una mina de hierro para obtener ese metal, obtuvo plástico maleable para adaptarlo a su máquina y consiguió cobre para diversas partes y funciones del microondas que iba construyendo. Cuando, terminado todo, lo enchufó, se le quemó totalmente. No le habían permitido obtener de una Hevea Brasiliensis, el caucho necesario para aislar los cables del enchufe.
Este pensador de 34 años, cansado “de ser un ser consciente de sí mismo y capaz de arrepentirse del pasado y preocuparse sobre el futuro” (son afirmaciones suyas) y viendo al perro de un amigo “feliz, feliz de estar vivo”, decidió compartir con unas cabras tres días de experiencia caprina. Se hizo un disfraz, unos suplementos para las manos y ¡hala, al monte! Parece que se sometió a un tratamiento craneal para estar callado ese tiempo, pero renunció a la implantación de un estomago apto para digerir hierba. Y como la cabra tira al monte, subió con ellas hasta donde ellas quisieron. “Fui capaz de seguirlas alrededor de un kilómetro en esta migración – afirmaba al final de la experiencia -, pero después comenzaron a ir cuesta abajo y sencillamente me abandonaron entre el polvo. Así que pasé el resto del día tratando de alcanzarlas y cuando por fin lo logré llegué a un sitio bastante bonito, donde el pasto era muy suave”.
Como ves, querido lector, Thomas Thwaites, es un estupendo caricato. Pero, además de hacernos, cuando menos, sonreír, despierta en nosotros preguntas muy serias, aunque vengan envueltas en cables de cobre sin aislante y pezuñas sospechosas de cabra.
¿No vivimos demasiado encadenados al siempre igual que aprendimos de niños? ¿No dependemos de los esquemas de la tecnología hasta el punto de dejar de ser nosotros mismos? ¿Hemos intentado el ejercicio de meternos en el pellejo de otros para conocer, sentir y reaccionar tras una experiencia que nos puede hacer más comprensivos, más compasivos, más grandes de corazón, mejores?

martes, 28 de enero de 2014

Ra Paulette.



Como casi todos los norteamericanos, Ra Paulette acudió a la Universidad. No le fue. Trabajó después – dicen las fuentes - en distintos frentes como el de empleado de correos, guardia de seguridad, obras públicas para instalación de tuberías… No le fue. Tenía un “sino” que le apartó hasta el desierto de Nuevo México donde, a partir de 1985, se le despertó el ímpetu de “descubrir algo que ya estaba allí” abajo, cuenta él. Se sintió arqueólogo. Creó un mundo artístico a partir de una capillla subterránea, de una red de 14 galerías con una inmensa catedral en un conjunto de 8.400 metros cuadrados. Una escalera, un pico, una pala y una mente creadora le han movido durante 25 años a crear obras “que no sean un fin en sí mismas, sino una herramienta de cambio espiritual y social”. Es verdad que se han concedido media docena de premios a documentales que presentan el fruto de su trabajo, pero él afirma: “No gasto ni un gramo de mi energía en tener éxito”. Prefiere "el polvo, la soledad y la belleza de la naturaleza". Se afirma que su historia “El exacavador” podría quedar premiada con el Oscar al mejor cortometraje documental. Pero él se encierra en sus 'cavernas de meditación', como las llama, al margen de la venta de la que se habla por un millón de dólares.
A sus 67 años es un ejemplo de muchas cosas: imaginación, trabajo, libertad de espíritu, iniciativa, creatividad, tesón, tenacidad, indiferencia ante la gloria humana, constancia, esfuerzo, entusiasmo (“pienso en ello las 24 horas del día”, dice)…
Puede ser que el conjunto de su vida y de su obra no nos sirva de modelo para el cabal ciudadano que queremos ser o queremos formar. Pero ¡cuantos de sus rasgos nos sirven para trazar un perfil casi ideal de quien desea cambiar espiritualmente a la sociedad como él desearía y aportar el fruto de una vida que haga el mundo más bello, más grande, más generoso.

domingo, 23 de septiembre de 2012

Aburrimiento.



Uno de los estados del ánimo más frecuente entre los jóvenes es el del aburrimiento. No es raro que lo expliquen como consecuencia de no saber qué hacer, de no encontrar atractivo o estímulo en lo que hacen, de sentirse perdidos ante el deber que deben abordar, de no saber cómo descubrir el placer de crear, de organizar, de embellecer de verdad su inmenso y sediento mundo interior.  
Los que se pasan horas ante el ordenador (o ante alguno de los muchos instrumentos de comunicación e incomunicación que se usan profusamente hoy) son aburridos profesionales. Porque recurren a ello como trabajo normal, casi obligado. Aunque lo que hacen es volver a atarse a una máquina que va despoblando su corazón. 
Cuando nos llega la noticia de que un joven de 19 años (inglés y de nombre Adam Cudworth) ha logrado hacer unas sorprendentes y hermosas fotografías de la Tierra con una cámara digital montada en un globo de helio, quedamos convencidos de que el fenómeno del aburrimiento no aparece cuando con unas horas de trabajo, pruebas e investigación, con un gasto de pocos cientos de libras y el permiso de la Aviación Civil llega a fotografiar la Tierra desde casi 34 mil metros.
Yo estoy convencido de que el aburrimiento es hijo de la vagancia. Y que la vagancia se enseña y se hereda. Estas líneas, como todas sus hermanas, parten del deseo de sacudir en los padres su deber de iniciar en sus hijos, desde muy pequeños y en la medida oportuna, en alguna actividad “extraescolar” ilusionante. Me describía un muchacho sensible y sensato la figura desesperante de su padre de vuelta a casa del trabajo: “Se sienta delante del televisor y no se levanta más que para comer. No hace nada, ni invita a nada, ni pide compañía y colaboración para nada”.
Puede ser que pensemos que se trata de un padre cansado que necesita llevar la barca de su vida a la orilla de la evasión televisiva para restaurar sus fuerzas. Pero es más justo pensar que es el caso de un hombre aburrido que no tiene en cuenta que es padre y que debe educar en ese bello camino de la creatividad hacia la que naturalmente  se sienten atraídos los niños. Y los jóvenes que no han empezado a estrenarse como aburridos profesionales.