No me digas que no es bonita la ghrelina. Sin duda la conoces,
pero no sabías cómo era. Y yo tampoco. Pero me la presentaron hace unos días.
Me explicaron que es, aproximadamente, un importante eslabón en nuestro
crecimiento corporal. La sintetiza especialmente el estómago y ella se encarga
de regular el metabolismo de la energía en nuestro cuerpo: en el hipotálamo
(esa pequeña glándula que tenemos en el centro del cerebro) anima a unas
neuronas de por allí para que estimulen nuestro apetito. La llaman por eso la “hormona del hambre”: aumenta cuando
estamos más o menos en ayunas y disminuye una vez que hemos comido.
Me da miedo pensar en lo que piensa al leer esto, si lo lee,
algún conocedor científico de este tema tan atractivo. Pero estoy seguro de que
disculpará mi ignorancia y comprenderá la intención que me mueve a escribir
esto.
Nuestra ghrelina tiene mucho trabajo: elimina los vasos
sanguíneos que se han quedado flacuchos, produce la hormona del crecimiento GH,
regula nuestro peso y apetito y la presión arterial, protege el corazón y organiza
el camino que nos lleva a comer: atención, un cierto regusto antes de probar lo
que se come, ganas de comer, comer y memoria de lo que se ha comido y memoria
en general (ciertas drogas que afectan a
la memoria han afectado también a la ghrelina).
¿Lo aplicamos a la educación? Creemos que educamos. En realidad
lo que hacemos es acompañar a nuestros jóvenes compañeros de viaje en su
maravilloso proceso de crecer. Un niño, un joven se educa a sí mismo. Pero
nuestro papel es indispensable. De nosotros debe recibir en la medida y ritmo
oportunos, el estímulo para que entren con agrado, con decisión y entusiasmo en
el progreso de ir haciendo de su valiosa personalidad (a veces frágil, a veces
desorientada, a veces caprichosa, a veces testaruda…) un tesoro en su vida y en la historia gracias a la
transformación y crecimiento de la ghrelina que estimule en ellos la búsqueda
de la mejor maduración.