Casorzo es un pueblo de la provincia de Asti
(ya sabes: Piamonte, Italia). Ese árbol que ahí ves está en Casorzo y es un
árbol muy especial: un cerezo ha nacido sobre un moral. Lo llaman con toda
razón bialbero, biárbol (No es el
único caso. En el parque natural de Plitvice, en Croacia, cuentan, la pareja la
han formado un abeto y un melocotonero).
Se supone que un pájaro dejó caer el hueso de
una cereza en el moral de modo que pudo alimentarse de la planta que lo había
acogido y ahondar sus raíces hasta
alcanzar el suelo. Cada uno crece a su ritmo, se poda a los dos en el momento
oportuno y crecen de modo que el cerezo, de cinco metros, da su fruto a su
tiempo. El lugar es tan acogedor e inspirador que los viñadores de la zona lo
han adoptado. Y bajo sus ramas celebran, con el malvasía del lugar, la llegada de la Primavera y el solsticio de
Verano.
Se lee que Quinto
Horacio Flaco, del siglo I aC, después de sus estudios en Roma y Atenas, probó
las armas como tribuno a favor de la República. Perdió en Filipos pero,
amnistiado, regresó a Roma. Conoció en Nápoles a Publio Virgilio Marón al que
en su oda primera (3,8) lo define como mitad
de su alma (“animae meae dimidium”). Ha habido en la Historia (en la gran
Historia de los grandes y en la no menos grande Historia de los humildes)
muchos casos de auténtica identificación de mentes y afecto. Los mejores, los
que se dan (¡y se dan!) entre padre e hijo y maestro y discípulo. Pero para
ello hace falta que, sin que ninguno de los dos pierda nada de su identidad,
sientan ambos el calor amigo de la acogida, el valor de la diferencia y la
capacidad de juzgarla, apreciarla y adoptarla en la medida oportuna para que
cada uno de los dos siga siendo él mismo enriquecido con el encanto del otro.