domingo, 27 de abril de 2014

Chabacano.



Joseph Jerome Fleuriot, marqués de Langle, fue un viajero pertinaz en sus viajes por España. En su libro Voyage en Espagne, de 1784, decía cosas tan bonitas como ésta: “Aseguraría que el español es la lengua más hermosa que se habla sobre el globo terráqueo… Es preciso oír hablar a una española… Por poco que se la ame, por poco que uno sea correspondido, por poco que ella sea bonita, todas las palabras que pronuncia dejan en el oído un sonido tan dulce, tan nuevo que uno cree oírla, cree que habla cuando ya no habla y luego lamenta que un sonido tan bello se pierda en el aire…”.
¡Oh, el romanticismo! Pero tenía razón.
Hoy Bert Torres, profesor de la Universidad de Zamboanga, junto a otros esforzados impulsores del idioma “chabacano” en “la ciudad latina de Asia”, lucha por recuperar un poco cada día el uso del ancestral idioma, casi español, que hablan en esa ciudad (además del inglés y del tagalo) el 80 por ciento de sus casi 800.000 habitantes. Aunque los menores de 60 años mezclan, como es natural, palabras inglesas o tagalas, ajenas a esa lengua.
Parece que esa lengua nació después de que, en el siglo XVII, trabajadores mexicanos de la base naval española de Cavite fundieron su lengua con la de los nativos. Y algo parecido sucedió en Zamboanga, a 890 kilómetros al Sur, durante la construcción del fuerte de San José.
¿Qué lengua usamos nosotros hoy? ¿Nos damos cuenta de que somos herederos de un tesoro que no podemos perder, como procuran hacer los habitantes de Zamboanga? ¿No nos duele que, siendo el español un lenguaje que enamoraba a los que venían a vernos y oírnos desde más allá de los Pirineos, lo estemos haciendo brusco, extraño, zafio, “malhablado”, a gritos, llenos de exabruptos, cuajado de bufidos…? El niño aprende a hablar en su casa, de su madre, la “lengua materna”. Tenemos el deber de afianzarla de tal modo que el albañal de la calle no la manche. 

martes, 22 de abril de 2014

Homilia del Papa Francisco en la Vigilia Pascual.




"El Evangelio de la resurrección de Jesucristo comienza con el ir de las mujeres hacia el sepulcro, temprano en la mañana del día después del sábado. Se dirigen a la tumba, para honrar el cuerpo del Señor, pero la encuentran abierta y vacía. Un ángel poderoso les dice: «Vosotras no temáis», y les manda llevar la noticia a los discípulos: «Ha resucitado de entre los muertos y va por delante de vosotros a Galilea». Las mujeres se marcharon a toda prisa y, durante el camino, Jesús les salió al encuentro y les dijo: «No temáis: id a comunicar a mis hermanos que vayan a Galilea; allí me verán». No tengáis miedo, no temáis, no temáis. Es la voz que anima a abrir el corazón para recibir este anuncia porque después de la muerte del Maestro, los discípulos se habían dispersado; su fe se deshizo, todo parecía que había terminado, derrumbadas las certezas, muertas las esperanzas. Pero entonces, aquel anuncio de las mujeres, aunque increíble, se presentó como un rayo de luz en la oscuridad. La noticia se difundió: Jesús ha resucitado, como había dicho... Y también el mandato de ir a Galilea; las mujeres lo habían oído por dos veces, primero del ángel, después de Jesús mismo: «Que vayan a Galilea; allí me verán». No temáis e id a Galilea. Galilea es el lugar de la primera llamada, donde todo empezó. Volver al lugar de la primera llamada. Volver allí, volver al lugar de la primera llamada. Jesús pasó por la orilla del lago, mientras los pescadores estaban arreglando las redes. Los llamó, y ellos lo dejaron todo y lo siguieron.
Volver a Galilea quiere decir releer todo a partir de la cruz y de la victoria. Sin miedo, no temáis. Releer todo: la predicación, los milagros, la nueva comunidad, los entusiasmos y las defecciones, hasta la traición; releer todo a partir del final, que es un nuevo comienzo, de este acto supremo de amor.
También para cada uno de nosotros hay una «Galilea» en el comienzo del camino con Jesús. «Ir a Galilea» tiene un significado bonito, significa para nosotros redescubrir nuestro bautismo como fuente viva, sacar energías nuevas de la raíz de nuestra fe y de nuestra experiencia cristiana. Volver a Galilea significa sobre todo volver allí, a ese punto incandescente en que la gracia de Dios me tocó al comienzo del camino. Con esta chispa puedo encender el fuego para el hoy, para cada día, y llevar calor y luz a mis hermanos y hermanas. Con esta chispa se enciende una alegría humilde, una alegría que no ofende el dolor y la desesperación, una alegría buena y serena.
En la vida del cristiano, después del bautismo, hay otra Galilea, hay también una «Galilea» más existencial: la experiencia del encuentro personal con Jesucristo, que me ha llamado a seguirlo y participar en su misión. En este sentido, volver a Galilea significa custodiar en el corazón la memoria viva de esta llamada, cuando Jesús pasó por mi camino, me miró con misericordia, me pidió de seguirlo; ir a Galilea significa recuperar la memoria de aquel momento en el que sus ojos se cruzaron con los míos, el momento en que me hizo sentir que me amaba.
Hoy, en esta noche, cada uno de nosotros puede preguntarse: ¿Cual es mi Galilea? Hacer memoria, ir atrás ¿Dónde está mi Galilea? ¿La recuerdo? ¿La he olvidado? Búscala y la encontrarás, allí te espera el Señor. He andado por caminos y senderos que me la han hecho olvidar. Señor, ayúdame: dime cual es mi Galilea; sabes, yo quiero volver allí para encontrarte y dejarme abrazar por tu misericordia. No tener miedo, no temer. Volved a Galilea.
El evangelio de Pascua es claro: es necesario volver allí, para ver a Jesús resucitado, y convertirse en testigos de su resurrección. No es un volver atrás, no es una nostalgia. Es volver al primer amor, para recibir el fuego que Jesús ha encendido en el mundo, y llevarlo a todos, a todos los extremos de la tierra.
«Galilea de los gentiles»: horizonte del Resucitado, horizonte de la Iglesia; deseo intenso de encuentro... ¡Pongámonos en camino!

sábado, 19 de abril de 2014

Cerezas.



Estamos en el Japón, en el parque nacional de Fuji-Hakone-Izu, de la provincia de Shizuoka. Y vemos al fondo el celebérrimo Monte Fuji coronado de nieve.  Pero hoy  no podemos quedarnos embebidos en la blancura perfecta del Monte. No por el frío que podríamos llegar a sentir, sino  porque tenemos delante parte de los cerezos en flor del parque que nos acoge.

Los japoneses tienen un verbo “de estación”, que solo usan en esta del gozoso florecimiento de los cerezos: Hanami, que significa “admirar las flores”. Pero no vale para las rosas o las lilas. Es un verbo propio de los cerezos, porque las flores por antonomasia son para ellos las del cerezo. El punto más alto de la floración de las sakura, las flores del cerezo, dura pocos días.  Y  los japoneses lo esperan para hacer un ejercicio de admiración, asombro, esperanza y luminosidad interior. Y desde comienzos de marzo se dan a conocer las previsiones de la floración, que varía de región a  región.

Es verdad que en España tenemos lugares como El Piorno, El Jerte, El Frasno, Corullón, Etxauri, Gallinera, La Bureba como escenarios de esa explosión de Primavera… Y que se organizan viajes familiares y colectivos para gozarse con la generosa pincelada de blanco que cubre a los afortunados cerezos de esos privilegiados lugares. Pero tal vez falta en nuestras vidas la actitud de pasmo ante la belleza de un fenómeno tan sugestivo como es la resurrección de la Naturaleza con esas vestiduras de gala.

Esta reflexión debemos pasarla a nuestra vida de creyentes cristianos. La Pascua no es solo una fecha en el calendario, ni solo la celebración de un hecho gozoso del pasado: la Resurrección de la Vida de Cristo entregada por amor. Es la realidad presente de ese hecho. Dios no tiene calendario. Porque para Él todo es presente. Y la Pascua cristiana, la Resurrección del Verbo de Dios, de su Cristo, es un acontecimiento que, lo sepamos o no, lo queramos o no, lo sintamos o no, invade nuestras vidas. También nosotros somos herederos de la Resurrección. No sólo de la que se operará en nosotros un día. Sino de la de Cristo, que ya ha venido a habitar, vivificado, en cada uno de nosotros.

lunes, 14 de abril de 2014

Don Bosco y...



Las Buenas Noches de Don Bosco para el siglo XXI no son las que él daba a sus muchachos en el siglo XIX. Ni las da Don Bosco ni las reciben aquellos muchachos. Pero al invocar el nombre del querido Padre como garante de lo que se dice en ellas, se desea seguir sus pasos, permanecer fiel a su espíritu, orientar hacia Dios, ayudar a formar familia  en la hora mágica de la despedida al final del día.
En la vida salesiana todos pretendemos prolongar su presencia entre los que tuvo como niña de sus ojos, los jóvenes. Por eso el 27 Capítulo General de los salesianos, que se acaba de clausurar, propone a todos, primero a los miembros de su Congregación, pero junto a ellos a todos los que se unen para formar su Familia, ser Testigos de la radicalidad evangélica, es decir, beber en el Evangelio y  dar de beber del agua que brota de él toda la riqueza que Cristo ha vertido en ella.     
Al frente de ese empeño está, desde el pasado 25 de marzo, elegido por los miembros del Capítulo, un nuevo Rector Mayor, el décimo desde la muerte de Don Bosco: don Ángel Fernández Artime.
Nació en Luanco (Asturias) hace 53 años y después del proceso de formación, fue director en Orense durante seis años hasta el 2000. Inspector de nuestra actual Inspectoría de Santiago el Mayor de León desde ese año hasta 2006. En 2009 se le confió la animación de la Inspectoría de Argentina Sur hasta la fecha de su elección como Rector Mayor. Aunque es el animador de la vida salesiana de todos, lo sentimos muy cercano a nosotros porque su vida salesiana la desgranó hasta ahora entre nosotros. 
Después de don Miguel Rua (formado por Don Bosco desde su infancia y primer sucesor suyo a su muerte, 1888, cuando contaba 51 años) el nuevo Rector Mayor es el más joven de los otros nueve. Y vive la pasión salesiana de estar entre los jóvenes.
El gesto con el que lo vemos en la fotografía es un gesto de maestro que nos acerca a otro Maestro: en pie, en la misma dirección, con la mirada hacia adelante, con la misma sonrisa, apoyando la mano sobre el hombro que sostiene a 15.000 hermanos en 132 naciones con 1910 comunidades con 13.336 obras.