sábado, 7 de diciembre de 2013

Habla conmigo.



Conoces el hallazgo de una carta de amor de una joven coreana encontrada (junto a otras doce cartas) hace trece años sobre el pecho del cuerpo momificado de su marido, Eung-Tae, un hombre alto y dotado de un bello bigote negro. La carta iba dirigida al Padre de Won, el niño que ella llevaba en su seno.
Al lado de la cabeza se encontró un paquete de papel que envolvían unas zapatillas y esta dedicatoria: "Con mi pelo había tejido esto". La costumbre coreana de hacer unas zapatillas con pelo humano como signo de amor y deseos de curación para los enfermos se continuó para Eung-Tae después de muerto.
Y como la carta es en sí misma una preciosa lección de lo más grande que se comparte entre nosotros, el amor, dejamos que hable ella. 

1 de junio de 1586
Siempre dijiste: "Amor, vivamos juntos hasta que nuestro pelo encanezca y podamos morir el mismo día. ¿Cómo has podido morirte sin mí? ¿A quién vamos a escuchar mi pequeño y yo, cómo debemos vivir? ¿Cómo pudiste alejarte de mí?
Recuerdas cómo tu corazón moraba en mí y cómo yo habitaba en el tuyo? Cada vez que nos acostábamos juntos siempre te decía: "Amor, ¿habrá alguien que se quiera como nosotros? ¿Realmente como nosotros?" ¿Cómo pudiste dejarme así, después de todo?
Es que no puedo vivir sin ti. Es que quiero irme contigo. Por favor, llévame a donde estés. Mi corazón, mis sentimientos hacia ti son lo último que podré olvidar en este mundo. En mi corazón desgarrado solo queda un dolor sin límites. Solo puedo preguntarme: ¿cómo puedo vivir con el niño si nos faltas, pensando en ti, sin fuerzas para sosegarme?
Por favor, respóndeme a todas estas preguntas, lee esta carta y contéstame con todo detalle en mis sueños, en cuanto puedas. Esa es la razón por la que te escrito esta carta y la entierro contigo. Ojalá pueda escuchar tu voz suavemente en mis sueños. Mirala atentamente y habla conmigo. Un día me dijiste que querías decirle algo al niño cuando viniera al mundo, pero te has ido tan repentinamente. Cuando dé a luz al niño, ¿a quién llamará padre?
¿Cómo puedes entender cómo me siento? No existe una tragedia como este dolor mío bajo el cielo. Te has ido a otro lugar, pero no padeces una tristeza tan profunda como la que me dejas. No puedo contar cómo me siento realmente, no puedo expresar mi dolor sin fin salvo con estas palabras ásperas y precipitadas.
Por favor, como te digo, lee atentamente esta carta y ven a mis sueños y muéstrate y hablemos de todas estas cosas. Estoy tan segura de que podré verte en mis sueños. Ven a mí en secreto y muéstrate, ¿Lo harás? Hay tantas cosas que debo decirte, tanto que queda fuera de esta carta. Adiós.
Te quiere, Tu esposa

lunes, 2 de diciembre de 2013

Crates.



Crates de Tebas (“de Tebas”, porque en Grecia hubo más Crates), que vivió, según parece, desde el año 368 hasta el 288 aC., fue un filósofo griego. Seguía en el planteamiento de su vida a Diógenes de Sinope en la llamada escuela cínica, llamada así porque, como sabe el sabio lector, intentaban vivir con la sencillez de un perro: dóciles, serenos, fieles, pacíficos, comiendo poco, sin abrumarse con más ropa que la imprescindible… Interpretando (desde su fundador Antístenes un siglo antes) a Sócrates, decían más o menos: El estilo de vida al que hemos llegado y las formas de vestirla son un mal. El camino de la felicidad es el de una vida simple y de acuerdo con la naturaleza. Todo lo demás es una cadena con la que el hombre no debe esclavizarse. Despreciar las riquezas y las preocupaciones son, pues, su más bello ejercicio.
Hoy llamamos filósofos a los hombres ricos en doctrina, pensamiento y palabra, sobre todo palabras. Pero en la Grecia antigua filósofos (amantes de la sabiduría) eran los que adoptaban una vida, una actitud que hiciese la vida más digna y natural.
Crates, discípulo de Diógenes (el de la lámpara y el tonel, el de las salidas un poco despectivas) con su vida convenció a su esposa Hiparquia y hasta a su cuñado Metrocles a vivir aquella vida de pobreza absoluta que era riqueza eminente. Pero sin desplantes, como los que se atribuyen a su maestro Diógenes. Por eso le llamaban sus conciudadanos “el Filántropo” (¡qué bonito!), el que ama a los hombres, a todos los otros.
Diógenes Laercio cuenta que le llamaban también “el Abrepuertas” (¡igual de bonito!), porque se le abrían las de las casas para acogerle y gozar con su delicado y respetuoso diálogo en el que aceptaba renunciar, por obsequiar al interlocutor, hasta a las propias opiniones.
Y basta, porque si de un hecho, de una persona, de una conducta aprendemos algo, lo poco expuesto, que es mucho de lo tomado de los libros para nuestra reflexión, basta y sobra para plantearnos un serio y filosófico (tal vez también cínico) análisis de nuestra filosofía particular. O familiar. O colectiva. O nacional.   

miércoles, 27 de noviembre de 2013

Blake.



William Blake (1757-1827) fue un inglés, un artista abstraído en el mundo de la imaginación. Artista por sus grabados iluminados con acuarela, por sus poemas, por sus mitos (Albion, Urthona, Tharmas, Luvah y Urizen), por la fuerza incontenible que esos mitos vertían en su vida y su fantasía: la inspiración, la creatividad, el instinto, la fuerza, la emoción, la pasión, el amor. Era un místico, a veces como un volcán de cólera, incomprendido, tachado de loco…
Incomprendido: sus Libros Proféticos lo fueron. Vivió en el extrañamente llamado siglo de las luces, asomado y horrorizado desde Inglaterra ante la guillotina de la revolución francesa, revolución que el había alentado antes. Y proyectado con entusiasmo hacia el mundo nuevo de la revolución americana con la que veía con placer cómo se independizaba de Inglaterra.
Pero… el legado tal vez mejor que, con visión profética, nos dejó, fue su advertencia clara y violenta de que el racionalismo y el materialismo habrían de convertirse en la enfermedad que destruiría y alienaría a los hombres.        
Y aquí estamos los hombres del siglo XXI, obsesionados (¿hasta qué punto?) por entenderlo todo, rechazando como inútil y desechable todo lo que no entendemos; por enriquecernos con todos los resortes posibles, más allá del buen gusto, de la honradez, de la justicia, de la aceptación, del otro, de los otros, de todos los otros. Como si este camino que se nos acaba tan pronto tuviese que estar alfombrado con billetes de quinientos euros, decorado con pieles arrancadas al prójimo, caldeado por todos los recursos a nuestro alcance aunque sean fruto del despojo que hemos hecho en los más débiles.

viernes, 22 de noviembre de 2013

Tragar.



San Onofre fue uno de los “padres del desierto” de la Tebaida en el siglo IV. Durante sesenta años (según cuenta en la biografía que de él escribió un discípulo suyo, otro grande de la soledad, Pafnucio) estuvo apartado del mundo sin más atención que orar. 
Pues bien: en la plaza que Roma dedica a aquel santo (san Onofrio en italiano), siuada en el Gianícolo, asomado al Tiber, se levanta el hospital pediátrico Bambino Gesù.
El sábado 7 de septiembre a las 13.00 horas, los niños residentes, sus padres, los médicos y el personal sanitario dedicaron un rato a orar por la paz. ¡Buena falta hace!
En los meses del verano anterior, 2013, se habían dado en el hopital 12.019 ingresos en urgencias. Desde 2004 los médicos de la Sección de Cirujía y Endoscopia Digestiva muestran a los visitantes la cartelera que se ve arriba. No se trata sólo de una exhibición curiosa, sino de una auténtica lección y advertencia. Son una muestra de los objetos extraídos de los estómagos de los niños ingresados: monedas, muchas monedas, alfileres, distintivos, un anzuelo…
¿Qué comen esos niños? ¿Qué se tragan los niños, aquellos y estos? Porque no importa sólo lo que llega al estómago, sino lo que invade y envenena el cerebro, la voluntad y el corazón. “¡Imposible!”, dijo la mamá a la que le enseñaban el anzuelo que su niño tenía en el buche. “No me explico cómo ha podido suceder”.
Pero el hecho es que nuestros niños, nuestros mozuelos, nuestros jóvenes acusan, sin que nadie se preocupe de llevarlos a urgencias, las consecuencias de haberse tragado un mundo de emociones, de experiencias, de consejos del amigo más divertido y más cercano. Y se vuelven raros, esquivos, displicentes, desganados… violentos.
Todo empezó el día en que su padre le dijo: “Tú ya eres mayorcito y sabes muy bien lo que está bien y lo que está mal”. Y el padre quedó tranquilo porque su confianza en su retoño nacía de la garantía de su madurez, criterio, sensatez, entereza y responsabilidad. Se sacudió la preocupación, convencido de que había descargado en su hijo, “¡qué alivio!”, el pesado papel de acompañarlo en la difícil digestión de la vida.

domingo, 17 de noviembre de 2013

Uluru.



Hasta hace poco se podía escalar el Uluru. Ahora está prohibido. Lo conocen ustedes. Es una formación de arenisca, de color rojizo a la puesta del Sol. El Uluṟu, que significa Madre Tierra, tiene para los Anangu, habitantes del centro de Australia, naturaleza sagrada. William Christie Gosse (1842-1880), inglés afincado, cuando tenía ocho años, con su familia en Australia, lo “descubrió” en 1873. Lo escaló con su guía Jamran. Y lo llamó Ayers Rock. Fue un brindis, o algo así, al Primer Ministro de Australia Meridional, Sir Henry Ayers, que gobernó desde Adelaida un inmenso terrotorio durante casi todo el segundo medio siglo del XIX.
Yo creo que Gosse cometió dos errores ante la roca: escalarla y darle nombre. Errores perdonables, porque lo encontró allí tan solo y tan raro, que se dijo “Esta es la mía”. Y lo hubiese hecho con más ganas si hubiese esperado un poco para saber que ese monolito, el segundo en volumen del mundo, se hunde dos kilómetros y medio bajo tierra. Pero aun así, hizo mal, pienso yo, en escalar los 348 metros de un lugar tan solemne y tan sagrado y ponerle nombre cuando ya lo tenía. Y bien sonoro: Uluru.  
Nos viene bien recordar los errores de los demás, como los descritos, para aprender a conducirnos mejor. Pensemos, por ejemplo, en la facilidad con que nos apropiamos de una noticia, de un juicio, hasta de una sentencia que nos hemos encontrado en una encrucijada de nuestros caminos. El derecho de autor nos tiene sin cuidado. Ser el primero en airear algo que podemos presentar como nuevo es un placer parecido al que comunica al mundo haber descubierto el Océano Pacífico. ¡Si lo hizo hace cinco siglos Vasco Núñez de Balboa!
Y el otro error, que también cometemos, es el de pisar sin permiso terrenos que no son nuestros. “Meterse en camisa ajena” o “en camisa de once varas” no es nunca una decisión acertada. La sabiduría de los siglos nos lo advierte: Madre e hija caben en una camisa. Suegra y nuera ni dentro ni fuera. O también: Come camote y no te dé pena. Cuida tu casa y deja la ajena.