William Blake
(1757-1827) fue un inglés, un artista abstraído en el mundo de la imaginación.
Artista por sus grabados iluminados con acuarela, por sus poemas, por sus mitos
(Albion, Urthona, Tharmas, Luvah y Urizen), por la fuerza incontenible que esos
mitos vertían en su vida y su fantasía: la inspiración, la creatividad, el
instinto, la fuerza, la emoción, la pasión, el amor. Era un místico, a veces
como un volcán de cólera, incomprendido, tachado de loco…
Incomprendido: sus Libros Proféticos lo fueron. Vivió en el extrañamente llamado siglo de las luces, asomado y
horrorizado desde Inglaterra ante la guillotina de la revolución francesa,
revolución que el había alentado antes. Y proyectado con entusiasmo hacia el
mundo nuevo de la revolución americana con la que veía con placer cómo se
independizaba de Inglaterra.
Pero… el legado tal
vez mejor que, con visión profética, nos dejó, fue su advertencia clara y violenta
de que el racionalismo y el
materialismo habrían de convertirse en la enfermedad que destruiría y alienaría
a los hombres.
Y aquí estamos los
hombres del siglo XXI, obsesionados (¿hasta qué punto?) por entenderlo todo,
rechazando como inútil y desechable todo lo que no entendemos; por
enriquecernos con todos los resortes posibles, más allá del buen gusto, de la
honradez, de la justicia, de la aceptación, del otro, de los otros, de todos
los otros. Como si este camino que se nos acaba tan pronto tuviese que estar
alfombrado con billetes de quinientos euros, decorado con pieles arrancadas al
prójimo, caldeado por todos los recursos a nuestro alcance aunque sean fruto
del despojo que hemos hecho en los más débiles.
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