Esta noche he vuelto
a ver en mi ventana un alguacilillo.
No me importa que otros lo llamen araña cebra y que Carl Alexander Clerck le diese el
nombre, justa e indudablemente circense, en su Svenska spindlar (Arañas de
Suecia) en 1757, de Salticus scenicus. Porque yo le
seguiré llamando como cuando, siendo niño, trabé amistad con él. Aunque
confieso que, a simple vista, por buena que fuese mi vista de entonces, no supe
bien cómo es: cuerpo pequeño y negro, seis milímetros más o menos, con rayas blancas; cortas y potentes patas
que le permiten saltar (de ahí su nombre); y ocho espantables ojos, de los que
cuatro, los de la fachada de delante, se ven bien en la foto que me dejó y que
os dejo ver con mucho gusto.
Es una araña. Pero un
poco especial. La seda que produce, como toda honrada y laboriosa araña, la
dedica a asirse al lugar del que salta cuando le va bien para su estrategia de
cazador. Es decir, es altamente ahorrador. Y (¡esto es lo importante!) caza
moscas de un salto.
Como ahora hay menos
moscas, hay también menos alguacilillos. Si encontráis alguno, respetadlo por
el bien a la humanidad que practican. Y si tenéis la habilidad de cogerlo, sin
hacerle daño, podréis tenerlo un momento en la mano y saludarle atentamente. Es
inofensivo.
Y ahora la reflexión
para nuestra mochila. Hay arañas que hacen telas preciosas y enormes, presumen
de artistas, gastan inútilmente su preciosa y pegagosa seda y después no dan
golpe. Tienen habilidad de tejedoras, pero despilfarran en tejer toda su
riqueza y caen fácilmente en crisis de depre, carestía y de paro. No dan golpe.
Manchan los rincones de los altillos. Su vida es la espera en la solitaria y
aburrida nostalgia de un turismo que no pueden hacer. El alguacilillo recorre
el mundo en busca de presas. Hace una vida atlética y sana. Nos libra de moscas
y se despide sin dejar vestigios de su fugaz presencia.
Así los hombres. Y
las mujeres.